AVENTURA EN EL PASADO
CAPÍTULO I – 4ª PARTE
– No… nada. En fin, sigamos con lo concerniente al piso.
– Claro, por supuesto –dije, cerrando el grifo de las preguntas personales e intentando que el hombrecillo no se sintiera incómodo. Al fin y al cabo, yo no era nadie para entrometerme en nada de lo referente a su vida-. ¿Entonces… cuánto pide por él?
– Justo lo que me costaría un sencillito piso en la zona del extrarradio de Madrid. ¿Qué le parece?
– ¿Lo dice usted en serio? Con mi sueldo no tendría dificultades para obtener un crédito y así poder quedarme con él.
– Pues no se lo piense dos veces, Sr. Andrade. Como le he dicho anteriormente, no se arrepentirá si lo hace.
– Creo que no necesito reflexionar sobre ello. Así que… trato hecho, Sr. León.
– Trato hecho, joven. Y recuerde: piense sobre lo que le he dicho referente a los muebles. Si decide deshacerse de ellos, especialmente del armario, me gustaría no enterarme de nada. Guardo… muy buenos recuerdos sobre ese armario, créame.
– Si quiere, puedo conservarlo hasta que usted se establezca en su nuevo domicilio, y llevárselo entonces.
– No, no, nada de eso. Se lo agradezco, pero si hubiese querido conservar los muebles, o el armario en particular, no le habría dicho que le vendía el piso con todo incluido, ¿comprende?
– Ya veo. Pero dígame, y disculpe mi atrevimiento ante la pregunta que deseo hacerle… ¿dónde piensa vivir hasta que se establezca? Porque yo querría mudarme nada más quede formalizada la venta.
– ¡Ah! No se preocupe por eso. Lo tengo todo previsto. Viviré con mi hermana mientras tanto. Lo justo hasta que yo también me mude, pues estoy acostumbrado a vivir solo y no deseo ser una molestia para nadie. No es que lo fuera para mi hermana, por supuesto. Simplemente es así como quiero vivir, de la única manera que sabría hacerlo.
– ¿Nunca tuvo esposa, señor León?
– Esposa no… pero sí alguien que ocupó mi corazón gran parte de mi vida. Y lo sigue ocupando, a pesar de su ausencia…
– ¿Vive aún?
– No… murió, pero sigue viva en mí, y nunca desaparecerá. Hay que haberlo vivido para comprenderlo, Sr. Andrade.
Quizá… quizá algún día, si surge la ocasión, pueda contarle mi historia. Recuérdemelo un día que coincidamos y tengamos más tiempo. Será un placer.
– El placer será mío, Sr. León.
Apenas quince días más tarde había tomado ya posesión de la vivienda. No tuve demasiados problemas para decorarla, y aunque deseché finalmente los muebles que dejara el Sr. León, decidí quedarme, al menos por algún tiempo, el armario de luna al cual el venerable anciano había tenido tanto aprecio. No sabría decir a ciencia cierta el porqué de aquella decisión. Quizá el hecho de que el hombrecillo se empeñara en conservarlo toda su vida, de alguna forma hizo mella en mí, contagiándome esa atracción por el viejo mueble. ¿O quizá fue algo más?
Como el característico armario no hacía juego con el dormitorio que había adquirido, lo primero que hice fue trasladarlo al acogedor cuarto trastero que había dispuesto como tal, en el último rincón de la vivienda. En realidad no era demasiado grande, y los cuatro operarios encargados de traerme los muebles adquiridos no tuvieron inconveniente alguno en ocuparse de ello. No obstante, parecían expertos en el presumible valor de estos objetos y dos de ellos me apuntaron, sin preguntarles siquiera, que quizá fuera posible que si me decidiera a tasar dicho armario, me diera una grata sorpresa. Bien mirado, no tenía mal aspecto, y realmente había algo en él que te invitaba a contemplarlo con gusto, y así llegué a pensar que mi decisión era acertada y que no condenarlo para siempre era lo mejor que podía haber hecho, y más ahora sabiendo que probablemente tuviese cierto valor. Sin embargo, como quiera que una vez colocados en mi proyecto de trastero aquellos artilugios, enseres y demás objetos que casi nunca utilizaba o que, de alguna manera, no merecían formar parte de la zona habitable de la vivienda, ya no tenía necesidad de aparecer por aquella habitación, el armario de Alfredo León pronto quedaría relegado al olvido.
Pasaron varias semanas, y durante aquel tiempo el mencionado trastero permaneció cerrado a cal y canto, hasta que un día, en una de esas frías tardes sabáticas de invierno, casualmente la del entonces primero de enero de 2005, entré nuevamente para colocar allí mi viejo y destartalado ordenador, aprovechando la reciente compra de un portátil de última generación. Obviamente, aquel ya casi olvidado cuarto estaba dotado de un par de enchufes, como cualquier otra habitación, con los que poder acoger a todo aparato electrónico que se preciase, por lo que el pobre ordenador podía pasar perfectamente a ser desahuciado y desterrado de por vida al último rincón de la casa, sin tener así que deshacerme de él por completo. Por desgracia, sabía que una vez colocado el ordenador encima de la mesa camilla, que también formaba parte del cuarto, era más que probable que nunca más volviese a utilizarlo, pues mi costumbre cuando siempre dejaba algo en el trastero era olvidarme totalmente de su existencia. Pero ya puestos, ¿por qué no probar qué tal se estaba allí trasteando el viejo Pentium II con pantalla de catorce pulgadas? Al fin y al cabo, aquella parecía una respetable forma de rendirle un sincero homenaje de despedida al pobre ordenador que me había estado acompañando los últimos ocho años. Y no fue sino entonces cuando, aquel primer día del recién estrenado año, y al echar un pequeño y rápido vistazo al entorno del trastero una vez sentado frente el ordenador, reparé de nuevo en que allí estaba mi casi olvidado amigo el armario del Sr. León.
© Francisco Arsis (2005) del libro «Aventura en el pasado»