Buenas tardes, amigos y colaboradores de Canal Literatura. En esta ocasión, os dejo los primeros dos capítulos de la novela que publiqué en enero y que esta casa tuvo la amabilidad de publicitar y entrevistar para el evento: mis agradecimientos a Luisa Núñez y a todos los compañeros que la hicieron posible.
Actualmente, Amazon ha seleccionado El Legado de la Rosa Negra, para la promoción del mes de octubre, y nada mejor que leer los primeros pasos de la misma para querer caminara junto a ella.
Sinopsis de la novela El Legado de la Rosa Negra
Una arqueóloga joven y bella viaja a Marruecos y Egipto. Tras conocer a un atractivo caballero, queda atrapada en un siniestro triángulo amoroso que pone en peligro su vida. Por este motivo, regresa a España.
Años después, vuelve al país de las pirámides para investigar un linaje antiquísimo. En el transcurso de sus arduas e intrigantes pesquisas, descubrirá un legado que cambiará el destino de la civilización junto a otros atrayentes y místicos descubrimientos que se remontan al principio de los tiempos.
El amor fue el arma con que Eva Lagos se enfrentó al mal, recuperó su libertad y descifró los enigmas de una estirpe milenaria cuyos orígenes se remontan al Egipto faraónico. Un apasionante thriller cultural e histórico con pinceladas de misterio y romanticismo.
Anna Genovés
El Legado de la Rosa Negra
Copyright © 2014 Anna Genovés
Todos los derechos reservados a su autora
Titulo de la edición: El Legado de la Rosa Negra
Autora: Anna Genovés
Corrección: Jon Alonso
Presentación: Anna Genovés
Asiento Propiedad Intelectual 09/ 2014 / 2483
A mis padres y a mi tía Marujita.
Gracias por alimentar mi fantasía.
«Se parecía a esas aventuras fantásticas
que sólo los dioses y los héroes
son dignos de protagonizar».
Victoria Holt
Presentación
A lo largo de la vida, pasamos por distintas etapas, y, llegada una cierta edad, nos miramos al espejo y nos decimos a nosotros mismos: «Pues no estoy nada mal para los años que tengo». Es algo que puede sonar a tópico, pero ocurre. Sin embargo, cuando repasas fotografías antiguas comprendes esa evolución… En el arte, sucede lo mismo.
Esta novela la escribí a los veinticinco años y el manuscrito original tenía más de quinientas páginas. Fue un periodo muy duro; marcado por insatisfacciones personales. Pero también de grandes aventuras, que han sido plasmadas en esta historia. Recuerdo que comencé a tener insomnio a partir de un accidente en el que perdió la vida mi mejor amiga. Y se agravó con mi insatisfacción laboral; años de duro trabajo, compartido con los estudios universitarios. Por otro lado, mi amor platónico: se desposó.
Con este peligroso triangulo, mis ansias literarias se acrecentaron hasta cotas inimaginables. Los poemas se quedaban cortos; lo mismo que los relatos. Comencé a escribir El Legado de la Rosa Negra por las noches. El círculo vicioso de los crepúsculos en blanco, aumentó. La novela, cómo no, era tan romántica como mi corazón. Por aquel entonces, leía a Victoria Holt y tuve la suerte de viajar muchísimo, entre otros países, visité Egipto; pieza clave del manuscrito.
Cuando, hace unos meses, me decidí a revisarla para su publicación, me asombré con su relectura: ¡qué romántica era! ¡Qué aventurera! La sangre corría por mis venas en plena ebullición. Mi personalidad se fragmentaba entre la joven que aparentaba ser y la que era. Además, el original había sufrido varias reformas, pasado por varios concursos, fotocopiado en distintas ocasiones como regalo a familiares, registrada por Propiedad Intelectual otras tantas veces y, hasta tuvo un contrato por tres años con la Agente Literaria Antonia Kerrigan, que miré el otro día, a cuento de escribir esta sinopsis. La bofetada fue terrible, la agente no contrató sólo esta novela, sino todo lo que escribiera a partir de la firma del documento. Retoques de la misma incluida. Estúpida de mí, nunca volví a enviarle un segundo manuscrito.
Por otro lado, el original estaba escrito a mano. Pasaron varios años, hasta que se mecanografió en una Olivetti de una manera muy entrañable: estaba de vacaciones; todas las tardes, mi amigo Pablo se acercaba a casa. Yo le dictaba durante varias horas… Después, me sentaba en la terraza y volvía a leerla en alto. Esta vez para dos espectadoras muy especiales: mi mamá y mi tía Marujita. De ahí la dedicatoria. Durante aquel verano, perdido en la memoria, me sentí radiofónica. De hecho, en más de una ocasión he barajado la posibilidad de donarla por entregas. Pasó un lustro hasta que las hojas mecanografiadas se escanearon, una a una, para convertirse en un documento Word. Su título consta de seis palabras, cuatro de ellas escritas con la primera letra en mayúscula, por gratitud a la novela La Noche de la Séptima Luna de Victoria Holt, rotulado de igual forma; de donde he tomado la frase que aparece al inicio de esta obra literaria.
El Legado de la Rosa Negra, está narrada en primera persona y tiene unas descripciones tan minuciosas, que el lector participa desde la primera página. Consta de tres apartados: el romance, el periodo intermedio y el descubrimiento de enigmas. El amor fue el arma con que Eva Lagos se enfrentó al mal. Recuperó su libertad y descifró los enigmas de un antiquísimo linaje cuyos orígenes se remontaban al Egipto faraónico.
Como veréis, esta novela es tan especial como atrayente. Os invito a descubrirla…
Anna Genovés
El Legado de la Rosa Negra
Entrelazados como uno solo
vagamos por el firmamento onírico
de nuestras incautas mentes
juntos, el uno con el otro,
para siempre, amanece y amanece.
1
Ahora que la granada de la madurez platea mis sienes, y que el tapiz de la hermosura comienza a desprenderse de mi cuerpo, he decidido escribir la gran aventura de mi vida; remarcando el fantástico episodio acaecido en mi juventud, tal como la recuerdo. Es tan romántica que me parece imposible haber sido la protagonista de esta sorprendente historia. Pero lo fui.
Dicen que los hechos, sobre el papel, se hacen más certeros. Quizás sea la única forma de vigorizar esta memoria marchita antes que el árido viento del desierto cubra mis palabras y las convierta en arena malograda. Mi debilidad siempre fueron los polígonos. Sobre todo los de tres lados: los triángulos. Y todo en esta vida tiene una explicación…
Mi padre se llamaba Alejo y era el sexto hijo de la quinta mujer de un señorón gallego. Vino al mundo con demasiados hermanos a cuestas; tan sólo heredó el apellido y una buena educación. Al enamorarse de mamá, pensó en emigrar a una región más próspera. Madre se llamaba Rosalía y era de origen humilde. Al conocer a papá, un pretendiente galante y de ojos aguamarina, cayó rendida a sus pies. Se convirtió en el príncipe de sus sueños. A los pocos meses de conocerse, se casaron y emigraron al Levante peninsular. De inmediato, quedó encinta.
Padre consiguió trabajo en una fábrica de maderas limítrofe al puerto marítimo de la capital del Turia. Todo iba viento en popa hasta que Rosalía falleció tras una pulmonía. El sepelio reunió a gran parte de la familia gallega. La abuela permaneció varios meses con nosotros e intercedió para que Marina ―una de mis tías— se ocupara de mí.
El tiempo pasaba tan deprisa como la suave y cálida brisa de principios de otoño. El esfuerzo sobrehumano de Alejo comenzó a dar sus frutos. Aunque tuvo un elevado costo; el pobre apenas disponía de tiempo libre. Por las mañanas trabajaba en la fábrica y por las tardes, en un taller de ebanistería. Nunca se quejaba porque era feliz viéndome crecer. Con los años, la fascinación fue recíproca. Llegué a idolatrarlo como si fuera el epicentro del Cosmos.
Mi escolarización fue temprana; igual que mis habilidades describiendo historietas que inventaba día a día. Alejo creía en mí y decidió matricularme en un colegio de pago donde trabajaba la tía Marina: Las Hermanas Salesianas. En septiembre de 1975, con uniforme de cuadros príncipe de Gales y babero de rayas azules, comencé entusiasmada la nueva etapa educativa. Todas los jornadas, regresaba a casa con una sonrisa y nueva aventura que contar.
Con este cambio, Alejo ganó un ápice de libertad que dedicó a su hobby: la egiptología. Era su amante público desde la infancia. Mi abuelo le había mencionado un cuento sobre el país de los triángulos y, desde entonces, había devorado tantos libros sobre Egipto que se había convertido en un especialista. Siempre albergó la esperanza de visitarlo. A los siete años comencé a imitarlo. Leía y guardaba todos los artículos sobre aquella civilización milenaria. En mi duodécimo aniversario, me llevó al cine Xerea a ver Faraón[1], de Jerzy Kawalerowicz. Nunca lo olvidaré. Ese día decidí ser arqueóloga. Estaba tan segura de conseguirlo que inventé un juego para ser intrépida en las excavaciones subterráneas. Nuestra vivienda tenía pasillos largos; cuando papá se quedaba dormido con una novela de Estefanía entre sus manos, recorría toda la casa a oscuras. Una noche se despertó y descubrió mi pasatiempo. Pero en vez de reñirme aplaudió mi esfuerzo: «Eva Lagos de Ulloa, llegarás lejos, muy lejos. Lo presiento» –dijo sonriendo.
Recién acabado el COU con notas brillantes, Alejo tuvo un accidente laboral y no regresó a casa. Como era su única hija, me convertí en una adolescente heredera sin más parientes cercanos que la buena de Marina. Sin embargo, la fortuna incrementó mi parentela. ¡Todos deseaban encargarse de mi tutela! Claro, me quedé con Marina. Siempre me había ayudado. Por otro lado, las religiosas salesianas se hicieron cargo de los trámites burocráticos y la tía se vino a vivir conmigo.
Marina era una señora de mediana edad menuda y bien proporcionada, rostro afable y carácter dicharachero —no comprendía su soltería—. En más de una ocasión había deseado que se casara con papá: la quería mucho. Al poco tiempo de su defunción, comprendí que a ella también le hubiera gustado ser mi madrastra. Por desgracia, era demasiado tarde. No obstante, el amor por Alejo cimentó nuestra vida en común. Marina se transformó en mi segunda madre, y, pese a que lo hacía bien, desde la muerte de nuestro hombre, la vida se había convertido en una mentira para ambas. Marina se refugió en Dios. Yo, en mis fantasías.
Aniquilé mis sentimientos y me convertí en la niña bonita que nunca rechistaba. Necesitaba llenar el profundo hueco que papá había dejado; quizás, convirtiéndome en sumisa todo el mundo me querría —eso pensaba en aquella etapa de cambios perpetuos—. Pero no lo conseguí. Un día caí al vacío. Comencé a sufrir insomnio y trastornos psiquiátricos: pérdida de apetito, irritabilidad, tristeza, sentimiento de culpabilidad, incapacidad de concentración, bajo rendimiento académico, disortografía[2] y pensamientos suicidas recurrentes. Me sentía fatal. Marina, mal aconsejada por la Iglesia, repetía mi inmadurez hasta la saciedad; se convirtió en un insaciable Pepito Grillo[3]. Pasé una buena temporada preguntándome si me había equivocado con ella.
Recién cumplidos los dieciocho busqué un especialista. Me dejé llevar por la intuición. Y acerté. Mi psiquiatra se llamaba Antonio Müller Beneito. Tenía la consulta en un barrio céntrico de Valencia. Al principio lo visitaba dos veces por semana. Después, los encuentros se espaciaron. Mi Freud particular me hizo entender que el duelo por la muerte de Alejo había degenerado en una depresión mayor. Con su ayuda, recobré la alegría en pocos meses. Nació la verdadera Eva: apasionada, creativa, enérgica, generosa, independiente y sensible. Dejé de ser la niñita que siempre agradaba a todos.
Marina sufría mi metamorfosis y nuestra relación hacía aguas. A los seis meses, la convencí para que conociera a mi terapeuta. Tras varias sesiones conjuntas, volvimos a entendernos de maravilla. Pese a ello, no perdoné a las monjitas porque mis finanzas habían mermado demasiado. Su asesoramiento espiritual había salido muy costoso. A la tía no le parecía bien mi distanciamiento eclesiástico; pero terminó por claudicar al ver con sus propios ojos cómo había disminuido nuestro capital.
Aparqué el Selectivo un año académico: necesitaba comprenderme. Empero, como no deseaba estar inactiva, durante ese periodo de asueto académico, decidí sacarme el título de monitora de aeróbic. Algo que, a posteriori, resultó esencial en mi vida. Era una fiel seguidora de Jane Fonda y en poco tiempo tuve la acreditación pertinente. Meses después, me matriculé en la Facultad de Geografía e Historia. Especialidad: Arqueología y Prehistoria. Disfrutaba estudiando y no me costaba demasiado esfuerzo conseguir buenas notas. Todo cambió cuando descubrí que entre chicas y chicos hay un gran abismo. Hasta ese momento, mis escarceos amorosos habían sido tan escasos como un dique seco.
Tenía que recobrar el tiempo perdido a toda pastilla. Llegado este punto, inventé miles de artimañas para agradar a los hombres. Descubrí mi sex-appeal y me convertí en una presumida: edad de vanidad. Maquillaba mis golosos labios y perfilaba mis ojos de gato con kajal negro. Utilizaba faldas entubadas y camisetas provocativas. Mis flirteos fueron in crescendo; y el rendimiento académico descendió. En segundo de carrera conocí a Salva, cuya tesis sobre Las mujeres en el Egipto faraónico, unida a sus atributos viriles, terminó por cautivarme. En pocos días, comenzamos a salir juntos. Fue mi primer amor.
La tía estaba feliz. Salva le caía bien y las notas volvieron a ser excelentes. Al año siguiente, le concedieron una beca de investigación en Londres. Más tarde, marchó a una excavación en Irán. Allí, conoció a una antracóloga[4] que le robó el corazón. La distancia no equivale al olvido. No obstante, puede mostrarte placeres irresistibles.
2
Aquel triste acontecimiento significo un nuevo duelo en mi vida; Salva había encontrado a otra mujer mientras que yo lo había perdido. Pensé que aquello era el fin del mundo. Volví a caer en los abismos de la amargura. Con el tiempo, comprobé que dicho pensamiento era erróneo. Mientras tanto, disfracé mi distimia[5] con nuevas amistades y nuevo look.
Corté mi melena, ondulada y trigueña, a lo Audrey Hepburn en Historia de una monja. Transformada en un chavalín desaliñado, flirteé con ambos sexos. Marina estaba preocupada; no era para menos. Iba vestida de chico y había dejado las visitas al psiquiatra. Nuestras pláticas eran perpetuas…
―¡Qué caprichosa nos ha salido la niña! ¡Siempre a la última moda! —decía mi tía llena de nostalgia deseando verme como una señorita.
―Marina, no te preocupes por el qué dirán: no voy sucia, no me drogo, no fumo, no bebo y, por supuesto, no voy con hombres —contestaba asiéndola entre mis brazos.
―Si lo sé. Pero…
―No hay peros que valgan. Además, terminaré el curso con varios sobresalientes. ¿Qué más quieres?
―Nada, cariño, nada. Me gusta que seas más femenina. No es que estés fea con esos pantalones rotos y esos imperdibles a modo de broches cutres, como decís los jóvenes, ¡eso es imposible! Pero vestida de jovencita estabas más favorecida. A veces, un pelín exagerada. Hija, ¡ni una cosa ni la otra! ¿No te parece? —argumentaba moviendo la cabeza.
―Los cambios son buenos. Te dan la oportunidad de conocer nuevos horizontes —le contestaba con firmeza sin dejar de agasajarla.
―¡Piénsalo bien! A ese cuerpo tan lindo le favorecen más las prendas ajustadas. Ya lo he dicho. ¡Hala!
―Quizás algún día vuelva a enfundarme esas angostas faldas que marcan mis curvas sobremanera —le decía acariciando mi silueta.
Las dos reíamos.
―¡Quizás algún día! Soy demasiado mayor para comprender a la juventud —se disculpaba mi pobre tía poniendo cara de perro pachón.
―¡Nada de eso! Estás en lo mejor de la vida —le decía volviéndola a zarandear.
Marina siempre acababa dándome la razón.
Mantuve el mismo look hasta finalizada la carrera y la tesis sobre Nefertiti y su ambigüedad sexual. Me doctoré sin tantas glorias como se esperaba. Pero acumulé la titulitis necesaria para creer que iba a comerme el mundo. Nada más lejos de la realidad.
Fui a la caza de mi primer empleo con una sonrisa de oreja a oreja. Alegría que se borró a las pocas semanas; comprendí que para ser Indiana Jones era imprescindible tener un buen padrino en alguna excavación lejana o con una cuenta corriente bien mullida. Por suerte, era monitora de aeróbic.
Antes de patearme todos los gimnasios de la ciudad, retomé una línea sportwear que resaltaba mi silueta. Cambios necesarios si pretendía dedicarme al mundo del deporte. Me costó unas semanas asimilar mi novedoso aspecto. A la par, agradecí volver a escuchar algún que otro piropo.
Una mañana, recibí la llamada de un polideportivo en el que había dejado mi currículum: necesitaban una monitora de gimnasia. Días más tarde, comencé a trabajar en un complejo deportivo de alto standing[6]. Se impartían multitud de disciplinas. Amén de contar con una boutique de ropa deportiva, cafetería y balneario. De poco me habían servido los años hincando codos. Al margen, ¡por fin había encontrado un buen trabajo!
A posteriori, comprobé que las hijas del gerente iban a las Hermanas Salesianas. Sin comerlo ni beberlo me había convertido en una enchufada. ¡Con el asco que me daban! Y encima, tenía que agradecérselo a quien menos deseaba: la Iglesia. Estuve intranquila durante un tiempo. Después, acepté que Dios me había echado una mano y pasé de página.
En poco tiempo, me convertí en una monitora excelente. A veces, una sonrisa o una muestra de cariño son más efectivas que el mayor de los discursos. Al año siguiente, me especialicé en danza del vientre. La respuesta entre los alumnos fue tan positiva que la empresa me costeó un máster en París. Lo impartía la bailarina egipcia Salma Meriet Al-Nebet.
La ciudad de la luz me brindó unos meses inolvidables. Me consagré a la danza oriental y conocí a personas de culturas variopintas que enriquecieron mi personalidad. Frecuenté los barrios bohemios y sus espectaculares museos. Mi amistad con Salma reabrió una cicatriz encallada. Mi pasión por Egipto afloró con una fuerza tan obsesiva que decidí visitarlo lo antes posible. Regresé a Valencia con muchas ilusiones; y mantuve contacto con mi profesora, a quien visité algunos fines de semana.
Hacía una década que Alejo había fallecido y necesitábamos reajustar nuestra economía. La tía estaba recién jubilada: era el momento idóneo para cortar por lo sano con nuestras queridas religiosas salesianas. Se habían cobrado con creces las ayudas prestadas. Creía que el asunto iba a ser peliagudo. Sin embargo, resultó bastante más sencillo de lo pensado. En el fondo, no eran tan pérfidas: ego te absolvo[7].
Pese a ello, tuvimos que aprender a vivir con mi sueldo y su pensión. Mi sueño de visitar las pirámides de Gizeh tenía que posponerse nuevamente. Una voz interior me decía: «Ahorra y viajarás al país de los triángulos».
Un buen día, Celia ―una de las alumnas― me invitó a merendar. Estábamos en una cafetería, de improviso cambió de tema y me explicó que su marido era el propietario de una lujosa sala de baile. Desconocía por qué me lo explicaba hasta escuchar una propuesta laboral. Me pilló por sorpresa. Ella advirtió mi perplejidad y retomó la palabra:
―Creo que no me he explicado bien. Verás, mi esposo es el propietario de Paradis, una sala de baile nocturno de muy buena reputación. Te ha visto bailar y ha pensado que quizás estarías interesada en un extra laboral.
―¡Ah! Ya veo —dije sin salir de mi asombro.
—Medítalo. Podemos visitarlo; te lo presento y habláis de los pormenores del asunto… Te caerá fenomenal, ¡es todo un caballero!
—No lo dudo —contesté aturdida.
—¡Eres un cielo!
—Te conozco desde hace mucho tiempo. Confío en ti —aseveré.
—Gracias, querida —respondió con una sonrisa―. Por cierto, es un trabajo muy bien remunerado.
La conversación se había vuelto cálida y privada: Celia me daba golpecitos en la espalda, animándome. No tenía ni la más remota idea de qué sala se trataba. Poco importaba; tan sólo visualizaba una ESE muy grande con dos líneas verticales que la atravesaban. ¡Dinero! ¡Dinero! ¡Dinero!… Mi masa encefálica trabajaba al mil por cien repitiéndose una y otra vez: «¡Visitarás Egipto!». Procuré contestar sin demasiada euforia.
—La propuesta me parece interesante… —terminé por decir.
—Por supuesto que lo es, cielo. Mi esposo se llama Arturo; con un nombre tan aristocrático cómo va a proponerte algo mediocre —insinuó con un guiño.
—Claro —contesté por inercia.
—Sabía que nos entenderíamos.
Mi alumna mantenía un tono cordial que animaba a comprometerse. Antes deseaba averiguar los pormenores de la sugerente oferta.
—Celia, una pregunta…
—Lo que necesites. Tú dirás…
—Si Arturo me ha visto bailar es porque va al gimnasio… Preséntamelo. Después, ¡ya veremos! ¿Qué te parece? —insinué para tomar las riendas del asunto.
—¡Ojalá fuera tan sencillo! Entrena de tarde en tarde… Fue una casualidad que coincidierais —añadió con un sutil victimismo.
—Entiendo… —repuse mordiéndome el labio inferior.
—La verdad, veo difícil que volváis a coincidir —comentó Celia interpretando mi malestar.
—Si tú lo dices… —admití con una tímida sonrisa.
Celia era una de mis mejores alumnas: tenía mucho estilo y, lo que era más importante, una reputación impecable (pertenecía a la jet de Valencia). ¿Por qué iba a mentirme? —pensé dubitativa—. Al final, quedamos para cenar juntas el sábado por la noche; saldríamos a divertirnos un buen rato y visitaríamos el local de su partenaire.
Me arreglé con el único traje de chaqueta que tenía: un diplomático negro con raya gris perla a juego con un bustier de raso satinado. Horas más tarde, me alegré de la elección. Celia vestía un Chanel en tonos marrones, rematado con una filigrana cobre. ¡Estaba elegantísima!
Cenamos sushi en un japonés. Posteriormente, nos desplazamos a la enigmática sala, que resultó ser un distinguido club de striptease. Aunque parecía un pub selecto con decoración moderna, algunos objetos lo delataban: mesas de aluminio envueltas por silloncitos índigo a lo largo de una pasarela que desembocaba en una especie de anfiteatro. En el centro, dos ejes metálicos se alzaban hasta el techo, cubierto, cuasi en su totalidad, por numerosos halógenos que otorgaban a la zona una sugerente provocación.
Mi imaginación voló hacia aquellos insinuantes tubulares. Al instante, aparecí semidesnuda moviéndome de forma incitante; estaba claro que iba a descubrir innumerables facetas de mi personalidad.
En el lateral derecho, una sinuosa barra de bar desaparecía en la penumbra; enfrente, la cabina del DJ[8], una escafandra transparente suspendida en el océano. Paredes, moqueta y atrezo siguiendo la gama de los atrayentes azules del fondo marino. Un abanico de infinitas posibilidades. Espectadores, camareros y bailarines, de ambos sexos. El antro era muy cool. Un lugar especial para gente pudiente.
En un momento impreciso de la noche, el DJ anunció un pase. Segundos más tarde, apareció una atlética pelirroja en el escenario. Cabello rapado y piel nívea: indumentaria after punk. Su estudiada coreografía recordaba los magníficos números del film Flash Dance. Seguido, saltó a la pista un musculoso rubio de larga cabellera y ojos felinos: vestido al estilo de Conan, el héroe de Robert E. Howard. Nos deleitó con elegantes movimientos. Era obvio que todos poseían estudios específicos de danza clásica o contemporánea.
Al finalizar los números, se acercó un atractivo gentleman de cabello plateado, con un clásico de Armani gris antracita: era Arturo. Besó la mejilla de su esposa y mi mano con unos modales exquisitos. No pude evitar sonreír: me recordó al padre de Laura Palmer en la mítica serie televisiva Twin Peaks.
Nuestra conversación fue directa y transparente: tenía que realizar cuatro pases de danza oriental los sábados por la noche. Yo elegía música y vestuario; los gastos corrían a cuenta de la empresa. No precisaba desnudo integral. Cobraría 500€ por jornada. Al escuchar la apetitosa cifra casi me atraganto con el Seven Up que bebía. Me di una vuelta por las toilettes para escapar del arrebato que subía por mi garganta y encendía mi cuello como el de un pavo real agitado. Cuando salí dije que lo meditaría.
Horas más tarde, era una amalgama de sábanas e hipotéticos euros. Sin poder conciliar el sueño, cogí una libreta y comencé a hacer números. Marina se despertó y al verme intranquila corrió a prepararme una infusión. Soñé despierta el resto de la noche. Si aceptaba la oferta, en un año podría costearme mi anhelado peregrinaje por el Egipto faraónico. Estaba decidido: sería stripper por una temporada. La tía nunca lo descubriría. Le diría que daba clases particulares. Y así fue.
Aproveché el interés de Arturo por contratarme; y puse mis condiciones: mejora económica y discreción absoluta. Siempre bailaría con algunos accesorios que ocultarían mi verdadera identidad: lentillas oscuras y peluca negra.
Arturo no puso ninguna objeción. Como decía Alejo: «Poderoso caballero es Don Dinero».
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Muchas gracias, amigos. Es un placer contar con vosotros. Anna
© Anna Genovés
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