Ni cuando iban en el coche, de camino a casa de su cuñada, ni después.
—Estás muy callada. Algo te pasa.
—Qué idiota eres. ¿Por qué me tiene que pasar algo? ¿Solo porque esté callada me tiene que pasar algo?
—Como si no te conociera, Nieves.
Ni cuando recogieron a los niños e iban de regreso. ¡Es que no se lo podía creer!
La ciudad mostraba la relajación muscular de los días festivos; un cierto desorden, una dejadez pasajera. Al mismo tiempo, entraba en barrena hacia lo más hondo de la madrugada. Nieves echó una ojeada a la parte de atrás. Minguito iba tan muerto de sueño que se caía hacia un lado o hacia otro y el pobre había tenido la desgracia de caer hacia la hermana. La hermana le había dado un empujón para hacerlo bascular hacia el otro lado mientras expresaba su protesta.
—Hay que ver cómo tratas a tu hermano, ¿eh? ¿No te da nada?
—¡Me está molestando!
—Pues lo menos que podías hacer es tratarlo con el cuidado que se debe.
Minguito había quedado en una extraña postura, con la cabeza ladeada, topando con la puerta del coche.
—¡Re-be-ca, Re-be-ca! —la amonestó Paco, mirando por el retrovisor.
Los empleados del servicio de limpieza todavía recogían la basura y las bandas de sus monos reflectaban con las luces del coche. Dejaron este en la plaza de aparcamiento y lo primero que hicieron al llegar a casa fue acostar a los niños. Bueno, a la mayor no, la mayor ya se las apañaba ella solita, que ya estaba bien que lo hiciera; solo a Minguito. Paco había tenido que cargar con él, porque no había manera de despertarlo, y Minguito ya pesaba lo suyo.
No se podía creer la que le habían montado las muy imbéciles. Porque eso es lo que le parecía que eran todas: unas imbéciles. ¿A qué venía aquel numerito? ¿A cuento de qué?
Paco giró hacia la cocina, ella hacia el dormitorio. Paco pensó que quizás sería mejor prescindir de darle el clásico beso de buenas noches porque no encontraba el horno muy para bollos. Por otro lado que, si no hacía intento de dárselo, asimismo se molestaría, de modo que no sabía qué hacer.
Nieves se desnudó y se colocó el camisón de raso y las pantuflas. Fue al baño a cepillarse los dientes. ¿Cómo se iba a olvidar? ¿Cómo iba olvidar a aquellos tres mamarrachos burlándose de ella, faltándole completamente al respeto? Se sentía herida, indignada. El chiringuito. Las tres ahí, como tres locas, cantando y bailando esa absurda canción, mientras se reían a carcajadas.
Las chicas en verano
no guisan ni cocinan,
se ponen como locas
si prueban mi sardina.
Se iban a enterar esas de quién era Nieves y de lo que era capaz.
Se metió en la cama, echó el culo hacia el lado de Paco. No paraba de recordar y parecía que le estuvieran clavando alfileres. Luego entró Paco y se movió para todo con esa desesperante parsimonia suya, y ella…, ella estaba para saltar como un muelle a punto de soltarse del resorte.
Paco se quita la camisa, Paco guarda la camisa. Paco se quita los zapatos, Paco guarda los zapatos. Paco se quita los pantalones, Paco guarda los pantalones. Cuando por fin se ha desnudado Paco y ha guardado todo —no se sabe en qué condiciones lo ha hecho, pero lo ha hecho—, Paco va al baño. Paco cierra la puerta del baño.
¡El chiringuito! ¡El chiringuito!
Paco volvió del baño y se metió en la cama. Quería decirle algo, hacer algo, no sabía cómo, para comunicar algo y no irse a dormir así como así, como si nada, como si fueran unos extraños, joder. Nieves sintió posarse la manaza de Paco sobre su cadera. Ella alargó la suya, la cogió con dos dedos, como un pescado maloliente, y la retiró de allí. Paco dijo buenas noches, se dio la vuelta y pensó: ¡Mira que eres tonto, como si no lo supieras ya!
—Buenas noches.
Manuel de Mágina
¡Qué buena la escena cotidiana que describes! Nos has dejado con ganas de saber la totalidad del caso «chiringuitil», aunque te lo perdono porque así cada cual le da a la imaginación como quiere hasta la próxima entrega. (Porque habrá próxima entrega, ¿verdad?)
Me encantan tus diálogos, pero eso ya lo sabes.
Un abrazo.