Señor Serrano… ¿Quién podría ser ese “señor Serrano”? Un tipo con secretaria particular. Alguien con dinero. Sonó el teléfono móvil. Se acercó hasta la mesa para cogerlo y atender la llamada. Comprobó que era el número de Azahara.
—Oye, ¿cuándo piensas bajar? Llevamos un cuarto de hora esperando.
Cierto, no había mirado el reloj en la última media hora. Se había abstraído y olvidado de la cita. Le aseguró que enseguida estarían abajo.
—¡Domingo! ¡Domingo! ¿Dónde te has metido?
Nieves recorrió la casa con pasos rápidos buscando al niño. Tocó al final en la puerta del aseo.
—¿Domingo? ¿Estás ahí?
Minguito giró el pomo y abrió la puerta.
—¡Jo, mamá! No tengo ganas de salir…
—Eso no es novedad. Tú nunca tienes ganas de nada. De nada que no tenga pantalla.
—¡Hace mucho frío!
—Pues te abrigas. Además, hace sol y la tarde invita a dar un paseo. ¿No pensarás que te voy a dejar aquí después del día que llevas?
Minguito pensó que sí que podía, que nada se lo impedía más que el excesivo celo de madre, sus ganas incomprensibles de amargarle la existencia.
—Vamos, ven. Necesitas cambiarte de ropa y nos están esperando.
El niño adoptó una actitud de resistencia pasiva en el proceso de ser despojado de las prendas que llevaba y vestido con otras de paseo, recubierto con un abrigo acolchado de tejido sintético que le hacía parecer una aceituna rellena pinchada en dos mondadientes. Nieves actuó con diligencia, pese a la nula colaboración, y lo tuvo listo en apenas un par de minutos. Fue a por un peine para ordenarle un poco aquella cabellera de pelito oscuro, siempre desmarañado como el de un punki.
Señor Serrano… Imaginaba un tipo alto, enjuto, con alguna obsesión. No sabía por qué pensaba que todos los tipos con pasta, altos y enjutos, debían tener, como mínimo, una obsesión, cuando no varias. Absurdas especulaciones de su mente. El caso es que lo pensaba.
¿Dueño de algún negocio o empresa? Probable. Y ¿para qué habría pensado en contratar sus servicios?
Nieves saludó a Azahara.
—Nena, un poco más y tienes que llamar a una empresa de derribos para que nos muevan del sitio.
—Exagerada. No hace tanto frío. ¡Hola, Cosmita! ¡Qué guapa!
La niña sonreía con toda la carita colorada, bajo aquel gracioso bombín de fieltro negro. Dijo hola con mucha ternura. Luego caminaron hacia Feliz Equivocada, la gran cafetería del barrio, mientras Azahara le iba poniendo al corriente de sus conflictos laborales.
—… advertirle a la muy imbécil que, como la siga atosigando, se las va a tener que ver conmigo. La pobre chica no tiene ya bastante con lo que tiene que encima… Y está mal, está mal. ¿Cómo no va a estar mal?
O familiares.
—Pues va y me dice: Y ¿qué? ¿No voy yo al banco cada vez que hace falta? ¡Y se queda tan fresco! Bueno, no le he soltado una de las mías por ser quien es.
Caminaban a lo largo de la acera, con los niños de la mano. El sol de la tarde de invierno esplendía sin calentar. El cielo, a pesar de estar despejado, era de un azul de frío.
—Es lo típico.
Después de un rato de caminata, llegaron al establecimiento. Buscaron una mesa libre junto al lateral acristalado para sentarse, despojaron a los niños de los abrigos y los incitaron a que se fueran a jugar.
—Pues yo aún no he vendido una escoba.
—Mujer, es pronto. No te van a llover los clientes de la noche a la mañana. Vamos, digo yo, que lo tuyo no es una panadería.
—Ya, pero me preocupa.
Y no quiso contarle lo de aquella llamada. No mientras no se concretara algo. Y no hacía más que elucubrar sobre ella, incluso por encima de la conversación que mantenía con Azahara.
—… lo que te digo. Viene a la habitación y se queda apoyado en el quicio de la puerta, como si le fuera a contagiar algo.
Había de estar preparada para afrontar cualquier tipo de caso y quizás eso fuera lo que más le inquietara: el no saber de qué se iba a tratar, a qué se iba a enfrentar cuando, al día siguiente, aquel hombre se sentara en su despacho, frente a ella, y le mostrara su requerimiento.
—… pregunta cómo está y se larga. No se digna a entrar siquiera. Y es su madre, como la mía.
Mientras tanto, de soslayo, vigilaba a los niños, situados entre otros niños, en el área de juegos. La niña intentaba por todos los medios implicar a Minguito para que jugaran a lo que fuera, pero él la rechazaba de plano, una y otra vez. La niña no dejaba, sin embargo, de intentarlo, con la mejor de las actitudes, con todas las ganas del mundo. Minguito le daba empujones para que lo dejara en paz y, con alguno de ellos, llegó a hacerla caer de culo sobre el tatami. Nieves estuvo a punto de saltar de la silla, pero no lo hizo. Pensó que ya ajustaría cuentas con él cuando llegaran a casa. De un buen coscorrón no le iba a librar nadie.
Ella no debería emplear tanto tiempo en arreglarse por las mañanas. No tenía por qué acudir al trabajo tan bien compuesta, no era ya ninguna muchachita. Todo esto lo pensaba mirándose al espejo de la entrada, dándose los últimos retoques. Paco acababa de salir con los críos camino del colegio. Ella se apresuró a abandonar el piso, tomar el ascensor y bajar hasta el sótano. Coger el coche y estar en la calle, en medio del caudal del tráfico, en pocos minutos. Aún, en un semáforo que otro, se echaba un vistazo en el retrovisor. Hoy era un día importante. No sabía si había acertado mucho con ponerse aquella ropa. Había momentos en que se encontraba interesante con ella, otros nada.
Recorrió la ciudad tensa, impaciente en las largas colas. Por fin pudo tomar el desvío hacia Las Casas y girar rápido en Avenida Reno; enfilar Esther Olimpia.
Manuel de Mágina
Qué peligro encontrarse contigo, Manuel. Te imagino paseando, escudado en tus gafas oscuras como si miraras a ninguna parte, pendiente de esas conversaciones de mesa de café, de los lacitos aberrantes de las Cosmitas y de los movimientos de ojos de quienes mantienen, por la fuerza de la costumbre o de la necesidad de no sentirse solos, esos diálogos, cada uno, en realidad, pensando en sus cosas, en sus preocupaciones. No se te escapa una.
Creo que eres una persona muy generosa, que no es frecuente encontrar entre los que aspiramos a literatos, y desde esa perspectiva tomo tus elogios. Es verdad, sin embargo, que tengo peligro si lo dices en el sentido en el que que lo dices. Ávido siempre de recoger realidad a trozos y echarla a la máquina de embutir. Luego me salen chorizos y morcillas, qué remedio, pero me doy por satisfecho si al final están sabrosos.
Gracias, Elena.