Al día siguiente de haber conocido al matrimonio formado por Bertrand y Sophie, y tras un frugal aunque placentero desayuno, partimos los tres con nuestras flamantes bicicletas en dirección a Monreale, apenas situado a unos 8 kilómetros al suroeste de Palermo. Bertrand había propuesto que visitásemos no sólo aquel bello lugar rodeado de montañas, sino también, y a través de una ruta bien escogida, la no menos emblemática ciudad de Mondello, allí donde los palermitanos solían acudir a menudo para descansar del agotador bullicio de la capital.
Aquellos simpáticos amigos franceses se hallaban en su tercer viaje a Sicilia, con lo que la eterna isla de la Odisea de Ulises no era ya una desconocida para ellos. Mientras me hablaban de sus anteriores viajes, notaba como se sentían atrapados por el embrujo siciliano al observar sus gestos y la mirada brillante de sus ojos. Y algo me decía que yo acabaría sintiéndome igual conforme fuese descubriendo aquellas maravillas de la madre tierra.
La llegada a Monreale se sucedió, para mi dicha, de forma rápida y fácil. Todo lo contrario que el resto de la ruta hacia Mondello, aunque no por ello decayó mi entusiasmo por disfrutar de todo el entorno palermitano. Según me apuntó Bertrand, los árabes que dominaron Sicilia durante los siglos IX y X llegaron a utilizar esta característica ciudad como granero para abastecer al mercado de Palermo. No en vano, durante su reinado dicha capital se convirtió en un importantísimo centro cultural islámico, a la altura de otros como el califato de Córdoba o incluso el posterior reino de Granada.
Sin duda, lo que más me sorprendió fue la sublime contemplación de la catedral monrealense, levantada gracias al insigne rey normando Guillermo II en el año 1174. Un portentoso edificio medieval que, a buen seguro, habrá inspirado más de una epopeya fantástica en la mente de muchos escritores. Por si acaso, un servidor no dejaba de anotar en su pequeño cuaderno todo aquello que le resultaba especialmente relevante, y, desde luego, Monreale daba mucha “cancha”.
Sophie aportó su granito de arena explicándome que, en su anterior viaje, uno de los guías les había apuntado que el famoso escritor Guy de Maupassant, orgulloso de su pasado normando, poco más que veneraba la catedral, así como el propio Monreale, y que muy conocida y anecdótica era una de sus frases sobre el claustro del convento: “Es tan agradable que apetece quedarse en él para siempre”. Imagino que Maupassant se derretía ante la contemplación de la catedral, algo que no me pareció nada exagerado siendo así que yo disfrutaba a mi vez de su inigualable magnificencia. Baste para ello nombrar, por ejemplo, los 4.000 m2 de la superficie de su iglesia, o los 6.340 m2 de increíbles mosaicos repletos de curiosas escenas bíblicas y del propio Evangelio, sin contar con los poderosos ábsides, el mencionado claustro o la hipnotizante fuente moruna.
Antes de partir hacia Mondello siguiendo la ruta prevista por Bertrand, lo que intuía una nueva y apasionante aventura, aún tuvimos ocasión de contemplar, desde una atractiva colina situada en el punto más alto de la ciudad de Monreale, una maravillosa panorámica de la propia Palermo y de la verde y no menos armoniosa llanura llamada por sus habitantes “Conca d´Oro”.
Y así, mientras esperaba una nueva andanza a través de aquellos agradables parajes, no dejaba de repetirme interiormente: “Sicilia, cómo me embrujas”…
© Francisco Arsis
Uno de mis viajes pendientes es esta hermosa isla del Mediterráneo. Palermo, Catania, Taormina… en fin, algún día espero embrujarme yo también :))