CARLA & CARLA. Por Carmen María Camacho Adarve

Todo empezó la tarde que recibí la llamada en mi teléfono móvil, de mi editor, cuyo nombre, por seguridad, prefiero mantener en el anonimato. Me comunico de manea apresurada haber recibido en la editorial un manuscrito mío y los correos de respuesta para las correcciones, eran de otra autora que se llamaba como yo, poeta, y de la misma ciudad. No di mayor importancia al asunto. Al poco tiempo de la extraña noticia comencé a observar a una mujer que vivía frente a mi casa y que se comportaba como yo. En aquel momento no le di demasiada importancia, pero más tarde comencé a recelar de su comportamiento tan parecido al mío y acabé convencida de que escondían algo oscuro. Desgraciadamente estaba muy lejos de sospechar la auténtica verdad. Si entonces hubiese sabido la gravedad de lo que se desarrollaba tan cerca de mí, tal vez habría actuado de otra forma. Pero de haber contado a alguien mis sospechas, nadie me hubiese creído y habría hecho el ridículo más espantoso. Mejor empezaré por el principio.
Aparentaba mi edad el parecido a mi no dejaba ninguna duda al respecto. Las dos éramos muy delgadas, la nariz respingona, los ojos azules y la estatura era aproximada ella un poco mas alta. Llevaba siempre el pelo largo y suelto de color rubio. Vestía ropas de colores oscuros y se adornaba, bolsos o fulares igual a los míos. Para cualquier observador habría pasado por mí. Como ya he dicho, al verla la primera vez no le di importancia, pero tuve un presentimiento extraño que me hizo observarla cuando me cruzaba con ella, o al verla pasar bajo mi balcón. Mis recelos aumentaron cuando comencé a coincidir con ella en la calle al salir a trabajar muy temprano o cuando volvía a casa de madrugada. Una vez ella estaba dibujando un itinerario en el aire, como si realizase un ritual. Cada noche salía y recorría las calles parloteando en una jerga extraña, sin ropas de abrigo, a pesar de las inclemencias del frió invierno. A veces se quedaba parada en una esquina mirando al infinito mientras; hablaba a gritos de esquina a esquina con su igual invisible (que era yo). Las conversaciones parecían ser en castellano, pero nunca fui capaz de comprender lo que decían. Daba la impresión de que esperaba la llegada de alguien que, noche tras noche, no llegaba.
Durante el día también salía, paseaban por el barrio mirando escaparates, charlando o discutiendo con mi fantasma, como si fuésemos dos vecinas más. Y, desde aquel momento empecé a ver siempre a su lado al mi espectro.
Al verlas tan a menudo el presentimiento de que algo ominoso se cernía sobre mi se fue fortaleciendo la gente nos confundía. Poco a poco mis sospechas aumentaron cuando las llamadas para dar recitales, presentaciones de libros, conferencia, – que yo no había concertado -. Comencé a vigilarlas en secreto. Cuando me iba a trabajar salía un rato antes y me quedaba escondida escuchándolas, intentando comprender sus chácharas y anotando sus movimientos, a fin de encontrarle sentido a sus idas y venidas por las calles. Al poco tiempo creí descubrir su estrategia, un plan sutil y probablemente despiadado. Fui madurando la teoría de que era una bruja y que realizaba encantamientos malignos. Me la imaginaba añadiendo exóticos ingredientes a una gran olla hirviente, tal vez preparando una poción maligna para hechizar a incautos y atraerlos a su guarida y convencerlos que era yo. Según leí una vez, se puede distinguir a una bruja por una marca que llevan en un ojo. Todo eso me preocupaba tanto que comencé a padecer insomnio.
Durante lo poco que conseguía dormir soñaba que la mujer igual a mi invocaba un espíritu infernal, un ser aterrador que aparecía rodeado de sus diabólicos acólitos, un ejército de seres abominables horriblemente deformes. Monstruos con terribles garras. A una orden de su ama se abalanzaban contra los indefensos seres humanos, y después les borraba la percepción de las cosas. Veía a los engendros saliendo de los infiernos y sembrando la Tierra de espíritus malignos, transformando nuestro mundo en un pandemonio de depravación ajustado a sus siniestras necesidades. Luego, una vez aniquilado hasta el último ser humano, luchaban entre ellos en terroríficas batallas, en las que no había ninguna regla ni bandos definidos, sólo una orgía de destrucción.
Un tremendo dolor de cabeza me taladraba el cráneo al despertar, como si me hubiesen metido una barrena por la nuca hasta sacarla por la frente. En el trabajo me desconcentraba debido a la falta de sueño; comencé a recibir las broncas de mi editor y el desprecio de mis coetáneos. Mi familia empezó a preocuparse por mí, insistiendo en que fuese a ver al médico, pero no les hice caso, me encontraba perfectamente.
Para evitar las pesadillas pasaba las noches apostada en el balcón con unos prismáticos, un micrófono direccional y una cámara con teleobjetivo, cargada con película de alta sensibilidad. Después de un par de horribles catarros, debidos al frío nocturno, conseguí descubrir una pauta en sus movimientos. Sus paseos siempre eran de noche y según la hora, la época del año, la fase de la luna y la humedad del aire, variaban su recorrido en un complejo patrón que sólo yo fui capaz de descifrar. Estaba claro era hechicera y que ejecutaba algún ritual mágico con aviesas intenciones.
Pedí a mi editor tres meses para viajar en busca de investigación ara mi próximo libro y comencé a investigar por las bibliotecas, buscando antiguos libros de magia y ocultismo. En uno de ellos el alquimista Paracelso explicaba la forma de crear un homúnculo. La receta para crearlo consistía en colocar en una bolsa huesos, esperma, fragmentos de piel y pelo de cualquier animal. Todo esto había de enterrarse rodeado de estiércol de caballo durante cuarenta días, tiempo en el cual el embrión estaría formado. Deseché la idea al tener en cuenta la dificultad de encontrar estiércol de caballo en el barrio… aunque me quedó la duda de si para el diabólico experimento valían también los excrementos de perro que, abundan por las calles.
Después estudié un tratado sobre esoterismo y adivinación de Hermes. Había fallado en mis intentos de colocar cámaras ocultas en su casa y no podía verla para comprobar si echaba las cartas o leía los posos del café, por lo que tuve que probar otra cosa.
Lo intenté con la astrología. Desconocía el signo zodiacal de mi doble pero, fuese cual fuese, procuraba evitar al cartero que era Cáncer y al barrendero, que era Libra. En cambio, cuando hacían la compra en el supermercado, siempre se ponían en la cola de la caja número tres, atendida por un dependiente llamado Juan, que era Acuario. Salvo la coincidencia con las fases de la luna, no le encontré ningún sentido.
También me fallaron el Feng Shui y la astrología china, pues tras muchos estudios, cálculos y cábalas, descubrí que estábamos en el año del la cabra loca. Me pareció algo confuso y cambié la línea de investigación. Busqué en la Biblia. Tras leer el capítulo de las Revelaciones, también llamado Apocalipsis.

En ninguna biblioteca hallé el códice de bacón; querían hacerme creer que era un libro ficticio, pero estaba claro que mentían. Inasequible al desaliento seguí buscando en librerías de ocultismo menos sospechosas de pertenecer a los Iluminati. Mientras tanto mi vecina continuaban con sus recorridos y jaculatorias por el barrio.
Por fortuna todo acabó una noche de invierno, fría y lluviosa, en la que me encontraba apostada en la azotea, justo sobre mi casa, vigilándola. Iba cubierta con un impermeable negro, para pasar desapercibida, y equipada con mi visor nocturno de gran resolución. Me había costado más de tres mil euros y una espantosa discusión con mi pareja, pero valió la pena. Ellas se encontraban, paradas en la calle. Miraban hacia lo alto, al cielo nubloso que comenzaba a descargar gotas de lluvia frías como de hielo. Nunca la había visto tan quieta, y esta vez no parloteaba ni gesticulaba, simplemente permanecía en pie, con la vista clavada en el trozo de cielo que se divisaba entre los edificios. Entonces levanté la mirada hacia las nubes y la vi. A simple vista no hubiese podido distinguir nada, pero mi visor nocturno me permitió observar todos los detalles.
Era una nave espacial inmensamente grande y oscura, y no reflejaba la iluminación de las calles. Fue abriéndose paso a través de las nubes negras con tal suavidad que no se vieron perturbadas por la intrusión. Empezaba a comprender que la mujer igual a mí, a pesar de su aspecto inofensivo, era la avanzadilla de un ejército invasor alienígena. Esa era mi próxima línea de investigación, ya me había suscrito a varias revistas de parapsicología y había comprado las obras completas de Isaac Asimov.
Mi mente comenzó a funcionar a toda velocidad; no sabía que hacer.
Desde mi atalaya esperé que, de un momento a otro, comenzase el ataque, que desatasen una lluvia de lenguas de fuego que fundirían los edificios con grandes explosiones. La nave parecía no tener fin; mirase donde mirase ocultaba el cielo. Debía tener más de 30 kilómetros de diámetro, en el caso de que fuera circular. Estaba ensimismada con la majestuosa nave y en realidad me había olvidado del porqué de mi presencia allí arriba, cuando todo ocurrió muy deprisa. Estuve a punto de perder el control de mis nervios cuando desde la parte central emergía un cegador rayo de luz. Alcé el visor bruscamente y, cuando mi vista se acomodó de nuevo, pude observar anonadada como el haz iluminaba a mis dos vecinas. No sé si en esos momentos dejé de respirar o tal vez fue la impresión, pero sentí un repentino mareo cuando, allí paradas en medio del círculo luminoso, se fueron desvaneciendo hasta desaparecer; como disueltas en el aire.
El brillante haz de luz se apagó, dejándome de nuevo en la oscuridad. Abatí el visor ante los ojos y vi que la nave comenzaba a elevarse atravesando el mar de nubes con suavidad; luego desapareció entre las sombras. El corazón me latía arrítmicamente, las piernas se me aflojaron y caí de rodillas en el suelo húmedo. Al fin comprendí lo que había pasado. Mi otra cual gota de agua a mi era del planeta Marte perdida y sus idas y venidas eran la angustiosa espera del rescate. Qué estúpida había sido al no darme cuenta; si lo hubiese sabido antes tal vez podría haberle ofrecido mi amistad; seguro que se sentía muy sola desdoblada en un cuerpo que no le pertenecía para no llamar la atención. En la misión de estudiar, la mente y su proceso creador de una poeta terrestre.

Ya han pasado algunos meses y ha llegado otro invierno. Mi familia, mi pareja, el mundo de la cultura, me han abandonado y los vecinos huyen de mí, dicen que estoy loca, pero no me importa. Ya no trabajo, finjo tener una enfermedad mental y he conseguido una pensión vitalicia que me permitirá seguir vigilando. Utilizo los prismáticos de día y el visor nocturno por la noche; busco otros extraterrestres entre mis vecinos. Grabo en vídeos digitales los movimientos de la gente del barrio y luego estudio sus pautas. Esta vez no me engañarán. Empiezo a sospechar de un tipo de sorprendente parecido a George Bush pasa a menudo frente a mi casa. Tengo que dejar de escribir, ya casi es la hora a la que va al supermercado a contactar con otros seres de su especie. Hoy probaré mi disfraz de presidente, el traje negro impecable me cae muy bien y la peluca blanca nívea me da un aire realmente intelectual.
Seguiré con mis investigaciones.

©Carmen María Camacho Adarve



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