Cura de la Pepa. Por María del Campo.

Cavernas Quedar viuda a los 37 era verdaderamente una tragedia, con tres hijos chicos y un montón de deudas.
Por suerte, la Pepa tenía trabajo y ganaba medianamente bien, la casa ya era propia y ella estaba en buenas condiciones de salud.
El primer año transcurrió entre misas, recuerdos, llantos y la inevitable impotencia que genera la muerte de alguien tan joven a manos de otros. Justicia no se podía hacer, ya que «otros» habían perdido la vida también en el apesadumbrado suceso.
Pero ése no es el caso. Lo terrible de esta historia es cuando, en la misa del primer aniversario del fallecimiento de Humberto, a la Pepa se le iluminó desde la vista hasta lo más recóndito de su ser, al aparecer el cura nuevo que celebraría la misa.
La hora y media que duró la ceremonia, la pobre Pepa no pudo concentrarse ni pensar siquiera en el difunto.
Sentía terror de que alguien se diera cuenta de la impresión que le producía el curita, pero sobre todo, la suegra. No quería ni maginar lo que le diría si sabía, esta señora pechoña y ultra conservadora, si notaba un atisbo de interés de parte de su nuera.
Pasaban los días y la Pepa se había inscrito en cuanto curso, charla y grupo de oración se daba en la Iglesia de Nuestra Señora de las Plegarias. Iba todos los días. Cada minuto libre, se las arreglaba para buscar ropa, comida, juguetes, de todo, en su casa o con las vecinas, para las ayudas de la parroquia Se confesaba todas las semanas y comulgaba sintiendo culpa, pero no importaba, la gente tenía que verla recibiendo la comunión, si no, qué pensarían…
Le llevaba queques al cura, lo invitaba a comer, en presencia de la suegra al principio; con su familia, después; hasta que al final se decidió a contarle la verdad.
Lo invitó a una cena supuestamente en honor del hijo que se graduaba de kinder. El curita llegó con un angelito de mármol de regalo para el niño y nunca pudo dárselo ya que no estaba ni él, ni los hermanos, ni la suegra. No había nana tampoco esa noche.
Yo siempre creí que los curas no iban a cenas, ni cumpleaños, pero al ver este caso y varios otros me di cuenta que en realidad, primero, son personas.
La Pepa no era de arreglarse mucho, unos bluyines y una polera relativamente decente bastaban.
Yo no sé si el cura era ingenuo o se hacía el leso, cómo no se daba cuenta, si era tan evidente. Al principio pensé que se dejaba querer pensando que algún día se le pasaría esta obsesión a la Pepa. Luego, me sorprendí un poco al ver que él le seguía el juego.
En fin, la cosa es que la Pepa, esa noche, estaba deslumbrante, pero no de pinta, sino de calentura.
Ella se trataba de auto convencer que no era amor, para qué echar a perder la carrera del padre, nadie tenía por qué enterarse de nada, no era necesario. Lo único que ella pretendía era sentir el calorcito de esas manos en su cuerpo, y si Dios quería, alguna otra cosita «entretenida» .
Los niños andaban en una misión en los pueblitos del interior, le había dado permiso a la empleada para que llegara al día siguiente y la suegra andaba de viaje.
Cuando confesó al cura sus intenciones y su irrefrenable pasión, él se sentó con ella de rodillas y exclamaron al cielo algo que no se entendía si era «no nos dejes caer en tentación» o «permítenos esta tentación».

Marita

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