Al fin había llegado a la Isla. No era gran cosa, decían algunos, pero, para mí, era el paraíso… el sueño realizado.
Dos veces la visité anteriormente, sin embargo, en viajes muy cortitos y no alcancé a conocer más que el aeropuerto y el hotel donde se efectuó la reunión a la que iba. Pero lo poco que vi fue suficiente para enamorarme del lugar, del aire, de la gente.
Esta gente humilde, llena de vida, de pureza, de amor por la tierra, ¡su Tierra!, me abrumaba. Podía quedarme sentada frente a la playa de los monumentos, mirando a estas maravillosas personas ir y venir…
Estos hombres amando a sus mujeres, estas mujeres adorando a sus hijos, esta isla protegiendo a su gente. Y en esta isla esperaba yo sentirme como una más.
Se me acercó una mujer y me invitó a un ritual para esa noche…
Así son los nativos de la isla, abiertos, acogedores, hacen lo posible por agradar a sus visitantes.
Embriagada por los ol ores, la belleza de lo verde y la magnificencia de los plataneros, caminé hacia la casa y una viejita me advirtió que tuviera cuidado. “Cuidado de qué”, pensé, creí que se refería a dejar mis cosas seguras…
Me alejé mirándola de reojo, y me hizo un ademán con el dedo índice en la boca, ordenándome silencio. No me imaginaba a qué podía referirse e ignoré el mensaje. Entré a la piecita y me recosté un rato a leer, pero el aviso de la vieja me había dejado inquieta. Llamé por teléfono a Santiago (un conocido de hace tiempo, que se había instalado en la isla hacía años) y le conté, al describirle yo a la señora, me dijo, con tono de burla, que era el aviso de la muerte; luego de una estentórea risa, me juró que era una vieja loca que siempre andaba asustando a los turistas y que no me dejara llevar por la tontera. En fin, eso me tranquilizó un poco, pero al rato la vieja apareció en la puerta de mi pieza tocando como loca y gritando que le abriera. Abrí y se desplomó a mis pies botando espuma por la boca.
Santiago llegó corriendo cuando le conté lo que había pasado y llevamos a la vieja al policlínico que es lo único parecido a un hospital en ese lugar. Allá nos dijeron las auxiliares que era “El Malo”. Se me puso la carne de gallina cuando la vieja abrió los ojos y nos miró con cara de pavor gritando que “El Malo” la había visto hablando conmigo.
Santiago no podía creer lo que estaba pasando. El llevaba años en la isla y jamás le había pasado nada tan raro. Siempre había escuchado los cuentos de “El Malo”, pero nadie de su círculo le daba importancia, o más bien, ¿le restarían importancia?
En la noche me acompañó a este ritual al que había sido invitada y lo pasamos muy bien, la gente era muy festiva, muy alegre, no temían ni pasarse con los tragos, eran todos iguales. A nadie le importa que uno sea el barrendero de la calle y el otro el dueño del bar más famoso, son todos amigos, no existen entre ellos las clases sociales, sólo respe tan a los mayores, los ancianos, a medida que pasan los años, van adquiriendo un rol importantísimo en la jefatura de la isla. Es increíble, cómo acá los veneran, mientras que en el resto del país son tratados como estorbo. Ahí estaban los viejos, hombres solamente, excepto por una sola mujer, ella, la misma vieja de la espuma en la boca y del malo y del dedo índice en la boca, muy sana y fresca tomando vino como si nada le hubiera pasado. La miré para saludarla, pensando ingenuamente que ella estaría muy agradecida por haberla llevado al policlínico, sin embargo, me hizo el peor desprecio que me dedicaran. Santiago se dio cuenta pero
fingió estar pendiente de otra cosa, de una mujer, nada menos. El y yo no teníamos ningún compromiso, éramos amigos, de hecho él era como quince años menor que yo. No me interesaba y yo a él tampoco, pero como amigos la cosa funcionaba perfecto.
Se fue con la mujer al patio de la casona en que hacíamos la fiesta y yo me acerqué a un tipo qu e venía conmigo en el avión. Le pregunté quién lo había invitado (ya que durante el vuelo me dijo que no conocía a nadie) y me señaló a la misma mujer que me había invitado a mí.
Ella nos vio mirándola y se acercó con un vaso para cada uno, muy simpática, sonriente, tan amable la gente siempre acá. Brindó con nosotros y nos deseó una feliz estadía y un lejano retorno. Nunca entendí si se refería a que nos fuéramos de la isla y tardáramos en volver o que nos demorásemos en partir…
Nos invitó a beber brindando ella por nuestra feliz estadía.
De pronto, aparecieron unos pájaros enormes saltando sobre las cabezas de la gente y todos se reían fuerte, terriblemente fuerte, insoportablemente fuerte, el tipo del avión me tomó de la mano y corrimos hacia el campo, pero allá estaban los “brujos” (así les llaman a los curanderos), y nos metieron al medio de un círculo de gente loca bailando enajenada, nos empujaron y tuvimos que bailar mientras nos llenaban de ungüentos raros y hediondos, y nos pintaban la cara con un barro asqueroso. Yo trataba de soltarme, pero no tenía fuerza, me tenían entre puras mujeres, cada una más fuerte que la otra y me gritaban “¡Puta, puta!” El fuego de los brujos crecía y crecía en medio de este círculo, alrededor del cual estos locos seguían bailando y nosotros tratábamos infructuosamente de librarnos. Agarré al tipo del avión y traté de arrancar, pero las mujeres me tomaron de nuevo y mi compañero terminó en el fuego. Logró salir y me tapó con una manta que le quitó a uno de los ancianos.
Lo más raro de todo fue que, como si todo hubiera sido un sueño, desperté en los brazos de la mujer que nos llevó los tragos y mientras me miraba, se reía haciéndome bromas por mi “mala cabeza”.
-Parece que no ta’ na’ acostumbrá a tomar la dama…
Habré soñado… digo yo…
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Marita