Flores en un jarrón. Por Nina

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Una mañana igual a cualquier otra, la Sra. Rodríguez se asomó con una vaga sensación de optimismo al balcón de su apartamento y, de repente, al verla, se agarró con fuerza a la barandilla incandescente sin reparar en lo que hacía. En el último piso de la casa de enfrente, un edificio de los años cincuenta, en una terraza grande y cuadrada, separada de la calle por una balaustrada de dos palmos de anchura, con todo su cuerpo apoyado sobre ella, una niña de unos cuatro o cinco años se inclinaba hacia la calle. La Sra. Rodríguez la miró aterrorizada y reprimió un grito de advertencia por miedo a asustarla y a ser ella quien precipitara la tragedia. Nada podía hacer y se quedó allí, paralizada y sin aliento, sin querer ver y sin poder apartar los ojos.
Un eterno segundo después, una mujer se asomó a la puerta de la terraza, y la Sra. Rodríguez intuyó, más que vio, el gesto de pavor, la mano ahogando un grito, los pasos rápidos, de puntillas, para no hacer ruido. Al fin, la mujer alcanzó a la niña, la agarró por la cintura, y corrió hacia el interior, cerrando la puerta con fuerza.
La Sra. Rodríguez suspiró primero aliviada, aspiró después el aire cálido y pegajoso del mediodía y volvió a entrar en su salón con el corazón todavía retumbando y la sensación de no haber respirado durante horas. Con un gesto nervioso, secó una gota de sudor que resbalaba por su frente.
Era un mes de mayo extraordinariamente cálido y la luz iluminaba toda la habitación. Sobre una mesa de rincón, el cenicero de cristal tallado refulgía como un diamante. A su lado, un bonito jarrón con forma de copa y filos dorados. La Sra. Rodríguez lo había comprado hacía años en un anticuario por una cantidad ridícula, y nunca supo si había encontrado una bicoca o la habían engañado. Pero, en realidad, no le importaba, pues el jarrón, aun vacío, era bonito de de verdad y resultaba elegante y muy decorativo. Tiempo atrás, a veces, al volver a casa, solía parar en la floristería para llevarse un ramillete: pensaba que esos detalles eran los que la hacían acogedora. Flores en un jarrón. Olor a pan tostado. Un hogar.
Sobre la mesa, su marido había olvidado las llaves. La noche anterior, discutiendo por una tontería, de repente y sin venir a cuento, comenzó a mascullar entre dientes algo que ella no consiguió entender. Pero sí distinguió claramente la palabra “estúpida”. “Se ha tomado un cubalibre”, pensó, pues había aprendido a relacionar unas cosas con otras y sabía que, aunque él podía ser encantador y cariñoso habitualmente, aquella mezcla de alcohol y cafeína le provocaba extraños accesos de furia sin sentido.
Al principio ella levantaba también la voz, indignada, para replicarle. Pero con el tiempo, y porque no quería que sus hijos presenciaran escenas, terminó por refugiarse tras cada uno de aquellos episodios en un silencio despectivo cada vez más largo. Primero fueron días, luego semanas; y llegó a pasar más de un mes sin dirigirle la palabra, salvo en caso de urgencia o necesidad. Aquellos accesos tampoco eran tan frecuentes y, finalmente, la situación acababa por suavizarse. Pero, para entonces, la Reina de las Nieves les había clavado en el corazón su alfiler de plata y todos andaban por la casa perdidos y encerrados en sí mismos, como extraviados en un país del que se desconoce el idioma.
Nada grave había ocurrido realmente, pero la Sra. Rodríguez contemplaba todo aquello desolada, intuyendo, sin confesárselo jamás, que su vida, y su felicidad, estaban construidas sobre un pantano, que cualquier movimiento podría hundir en él a su familia, y que ya no sabía qué hacer para evitarlo. Porque, las pocas veces que intentó hablar con su marido de aquellos incidentes, buscando la forma de que no se repitieran, él siempre la acusaba de rencorosa y terminaba diciéndole, una y otra vez: "Agua pasada, no mueve molino". Y si ella insistía, la conversación iba subiendo y subiendo de tono, amenazando con acabar igual que la anterior. Frustrada por el silencio que encubría las cosas importantes, rehuía también, cada vez más, las conversaciones banales, y se sentía incapaz, incluso, de decirles durante la cena que había caído una funda de almohada en su tendedor y que, si algún vecino preguntaba por ella, estaba guardada en el armario del pasillo.
La Sra. Rodríguez comprendió que había terminado por sentirse como un enfermo catatónico que no se atreve a hablar ni a hacer un gesto, por miedo a que el mundo se derrumbe a su alrededor. Se había juzgado a sí misma y se había hallado culpable de incapacidad para encontrar un camino intermedio entre los gritos y el silencio que amenazaba con tragarse a su familia. Aquella sensación de amor y acogimiento, de poseer un refugio que te protege del resto del mundo, había desaparecido de sus vidas como las flores del jarrón.
Se imaginó, de pronto, saliendo de su casa, cerrando la puerta sin molestarse en echar la llave, y bajando a saltos la escalera con una maleta pequeña y ligera. Y comprendió, asombrada, que aquella era una fantasía recurrente, tan real ya, y tan elaborada, que incluía detalles como la precaución para no resbalar en el brillante suelo de mármol pulido al dar la vuelta en los descansillos, el cálido golpe de aire en su cara al abrir el portal, las hojas de los árboles dibujando sus sombras en la acera, la sensación de libertad y de alivio… pero también su desconcierto al no saber qué camino tomar, la desolación al dejar atrás algo precioso, perdido para siempre como una fotografía antigua de la que nadie tiene copia y, por lo tanto, imposible de reemplazar.
La Sra. Rodríguez se dio la vuelta para entrar en la cocina. Necesitaba un vaso de agua helada: el calor se estaba haciendo insoportable, y la pena que se enredaba en su garganta comenzaba a asfixiarla. No comprendía aquella angustia repentina: se sentía razonablemente feliz hasta que vio a esa niña a punto de caerse. Unos segundos más, y habría contemplado su cabeza rota en el asfalto sobre un charco de sangre. Pero no había ocurrido nada: la niña estaba a salvo en brazos de su madre y ella saldría inmediatamente de casa, bajaría deprisa la escalera, abriría el portal, y correría, correría sin detenerse, a comprar flores para poner en su jarrón.

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Nina

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