Nadie se explica cómo María pudo hacer aquello. También es verdad que en los pueblos pequeños, donde nunca pasa nada, no es extraña esa costumbre; incluso hasta dejan la puerta abierta. ¿Pero María? ¡Qué raro! Siempre que hablaba de su hija la llamaba «la niña de sus ojos», y como tal la cuidaba: con un celo casi obsesivo.
Su hija era una niña, delicada y enfermiza, de poco más de cuatro años, que salía adelante gracias a los esmeros de su madre. Acababa de superar otra bronquitis, por lo que no era aconsejable sacarla más allá del mediodía, aunque fuera para ver al mismísimo Dios.
Así que dejó a Martita durmiendo antes de irse con toda la familia a las fiestas del Patrón. Entre todos la convencimos de que necesitaba airearse, y de que estaría de vuelta antes de que la niña despertara. Y la noche era tan tranquila, tan dulce, tan tentadora… que salió. No solo a ver al Santo, sino también, si se terciaba, a dar gusto a su hombre con algún pasodoble en la verbena.
El paso de San Andrés, portado a hombros por devotos lugareños, estaba frente a ella, y vio en los ojos del Apóstol una llamada, una advertencia, un aviso. María huyó como alma que persigue el diablo, y retornó al hogar. Yo salí tras ella.
Ha llegado, ya está en casa. Entra despavorida, sube las escaleras con la rapidez de un atleta, y antes de entrar en la habitación se detiene, respira hondo, intenta calmarse y se recompone. No debe asustar a su hija. Yo sigo detrás de ella, esperando, y, cuando veo que abre la puerta, también entro.
Corre enloquecida hacia la cama. La abre, levanta las sábanas, la colcha, la almohada. No está Marta. Grita, clama su nombre; parece una loba herida. Después, inopinadamente, cesa. «¿Y si está debajo de la cama?», parece pensar, y se agacha a examinar qué hay, pero tampoco la encuentra ahí.
María vuelve a mirar en derredor: todo está igual. Sobre la mesilla sigue, incólume, el libro de cuentos que le lee todas las noches; los zapatos en su sitio y las zapatillas también. Abre el armario y no echa nada en falta; observa el suelo y lo recorre esperando hallar una pista de los últimos momentos de su hija y no aparece vestigio alguno, hasta que llega a la puerta de doble hoja que da al balcón. Está entreabierta y el viento hace bailar, misteriosamente, las blancas cortinas. Allí localiza su peluche preferido. María se desasosiega. Juraría que lo dejó a su ladito, en la cama, como todas las noches. Arrobada por el olor a Martita, lo coge, lo abraza, lo estrecha contra su pecho. La invade un pálpito que le dice que corra las cortinas, que abra las puertas, que salga a la terraza, que… Y lo hace. Y yo tras ella.
Se apoya en la barandilla, se asoma. No puedo ver lo que está contemplando. Solo oigo salir de sus entrañas un quejido que recorre, como un rayo fúnebre, todo el pueblo; y su eco salta de casa en casa, colgando una guirnalda de ayes en cada ventana, en cada balcón. Siento que debo ir: me necesita. La abrazo, observo su cara, sus ojos, sus pupilas, azabaches convertidos en el espejo del horror, en el reflejo de una muñeca rota, de Martita, su pequeña: «la niña de sus ojos».
Clara Mencid
Reproduces una de las mayores pesadillas de las madres. Un pequeño despiste provoca la mayor de las culpas. Aunque eso no se cuenta. Solo el momento de la tragedia.
Nos conduces muy bien por el relato. Cada término es un acierto. Enhorabuena.
Todas las que somos madres (y padres) sabemos de este temor y del pánico a que pueda ocurrirnos. Tropezar con la tragedia como si de un maleficio se tratara, que fuera superior a nuestros desvelos y que esperara el fatídico momento del descuido. Este es el momento que he querido contar.
Qué queda después: la culpa, como muy bien dices. Pero eso es otra historia, una posible continuación que trate de la cadena de reproches de la madre para con ella; y, por qué no, contra todos aquellos que la han empujado a salir…
A Elena, mi maestra, espejo y referente en tantas cosas. No sabes con qué satisfacción recibo tus palabras y tu enhorabuena. Un beso.
Una historia que acapara toda la atención del lector desde el principio , que dirige con una impecable descripción el desarrollo, consiguiendo dotar su fluidez de tensión y un ritmo acertadísimo.
Imposible no contener el aliento al traspasar con la protagonista esas cortinas, y no encogerse de corazón, ante el desenlace. Un magnífico relato. ¡Felicidades!
Amelie, esa es la historia: vivir la intensidad de la tragedia, precipitarte en cada segundo. Estoy segura que lo has padecido y disfrutado. Tu sensibilidad y tu talento te han ayudado a recrearlo.
Muchas gracias y otro beso.
un relato muy bien construido, que me ha llevado de la ternura a compartir el desasosiego de esa madre… ¡te felicito, me ha encantado!
A mi poeta: cómo me gusta que te guste. Un abrazo.
Un relato duro, Clara Mencid. No es una historia nueva, es algo que ha sucedido tantas veces que su temor va grabado a fuego entre los pliegues de nuestro cerebro. Sin embargo, por viejo que sea el suceso, siempre nos aterra, siempre nos pone los pelos de punta. Tu relato es tan vivo que te deja un amargo placer entre los labios; el desasosiego por la niña perdida, aunque después te das cuenta que la desazón la provoca la amabilidad de un relato bien escrito.
¡Enhorabuena, Clara Mencid!
Sí, tan antiguo como la vida misma. Ese miedo al fatal destino lo llevamos marcado a fuego. Me satisface que hayas acompañado a Maria en su búsqueda desesperada y con su misma desazón.
Gracias, Antonio, mi caballero. Un abrazo.
Al final de la lectura he sentido un tremendo escalofrío. Triste relato, pero tanto en la vida como en la literatura, no todo es color de rosa. Un saludo, Clara.
Desgraciadamente, José, la vida, a veces, nos da esas sorpresas. Ojalá el escalofrío se haya pasado rápido. Otro saludo para para ti.
Clara:
Me ha traído a la memoria el triste episodio del hijo pequeño de Eric Clapton, que le inspiró más tarde la preciosa «Tears in Heaven», balada imprescindible en la historia de la música pop de las últimas décadas. Si lees tu cuento escuchando esta canción, adquiere una dimensión adicional que lo enriquece. Muy bien escrito. Enhorabuena
Te haré caso y lo leeré escuchando la canción.
Muchas gracias y un beso-
He estado allí, viviendo cada suceso y el desenlance.He escuchado ese quejido recorriendo el pueblo y dejandome la piel erizada. Puede que a eso se llame leer, pero creo que acierto más si digo que a eso se llama buen contar.:)
Ay, Luisa, cómo se nota que eres madre, también. De eso se trataba, de recrear un dolor que debe de ser inmenso y que espero que la vida no nos lo muestre nunca.
Una guirnalda de besos.