Las manos de lo que alguna vez fue mi cuerpo, conocieron a muchas mujeres. Recorrí kilómetros de piel con la punta de mis dedos, estrené labios de todos los colores y grosores, desvestí almas sin contarlas, para luego dejarlas muertas de frío apiladas unas sobre otras.
Aprendí a reconocer todas las fragancias que puede esconder una mujer, pero fueron pocos, muy pocos los ojos que que me detuve a mirar.
Supongo que les temía, dicen mucho, son delatores de la humanidad, del miedo y del amor, invitan a la intimidad, a develar secretos peligrosos, llaman a la compasión y cuando lo único que quieres es placer, la compasión molesta, como moscas volando sobre tu cabeza en medio del calor.
Los hombres como yo no podían conformarse con algunas esposas, un harem en el que concentrar una colección exquisita de hermosas mujeres era símbolo de poder, de riquezas, y yo quería todo lo que pudiera gritar por los desiertos que yo era el único que lo tenía todo.
Pero hay mujeres que no pueden simplemente mezclarse con otras. Joyas más que mujeres, diosas que caminan entre los humanos que nunca conocerán de virtudes ni del verdadero amor. Yo, tan afortunado, tan poderoso, conocí a dos de esas mujeres.
Las voces que escucho llevan siglos sin mencionar ninguno de esos dos nombres.
Una era un ángel y la otra un demonio.
Una traía la paz entre sus manos y la otra la guerra enredada en su lengua.
Una era vida y la otra eternidad.
A una le di la espalda y a la otra le vendí el alma.
Afortunado yo.
Arrogante yo.
Maldito yo.
(Cuento basado en la canción “Desert Rose” de Sting)
Norelliale