Todas las mañanas la tejedora de vientos se sienta bajo el sauce, para ovillar los vientos que sus trampas apresan durante la noche. Engancha, con prolijidad, el extremo final de un viento con el inicio de otro. Apretando los filamentos entre sus yemas y retorciéndolos, hasta que se unifican en una fibra que se prolonga un par de kilómetros.
Unas veces son brisas del norte, cálidas y rojizas como briznas de fuego, que le entibian las manos mientras las enrolla. Otras veces, son ventiscas del sur, frescas y turquíes como el lapislázuli, que resbalan entre los dedos cual chispitas de escarcha. Pero los ovillos más bonitos son los que arma con las ráfagas que llegan desde el este, cuando los tornados se desarticulan sobre el mar y cruzan la costa para atravesar las pampas como una bocanada de aliento salado y multicolor, satinada por la caricia del crepúsculo. No es común que aparezcan por la zona y tampoco es fácil atraparlas entre las ramas del sauce llorón. Por eso, cuando encuentra alguna, se alegra presintiendo una fiesta. Y la alegría perdura muchas horas después de tejerla centímetro a centímetro hasta convertirla en un hermoso manto.
Sus únicas herramientas son dos agujas de madera de algarrobo, pulidas por el uso constante, que guarda en una caja llena de pétalos lozanos. Por eso sus mantos huelen a madreselvas, a violetas, a jacintos, a lirios y manzanillas que la tejedora recolecta durante sus caminatas hacia el Salto del Tigre, bordeado por yerbabuena, en donde también cuelga trampas para aprisionar el resuello verde del monte.
Luego de la recolección y el hilado, cuando el sol cae impiadoso sobre el jardín, la tejedora emprende la delicada labor de combinar colores y texturas. Eligiendo hebras de cada ovillo y urdiendo una trama que rebose armonía y belleza. Los mantos son tan livianos que aunque tome semanas terminarlos, apenas pesan como un par de plumas de colibrí. Por eso no le resulta difícil juntar cinco o seis y cargarlos, una vez por mes, hasta la cima del Cerro Azul. Allí, entre gigantescos rizos de niebla y añejos piquillines, vive el azuzador de melodías. Él toma cada manta y la sacude vigorosamente en las alturas. Hasta que el tejido se transparenta como una gota de rocío y fluye sobre los caseríos de los alrededores buscando meterse en la barriga de un tambor, en el ombligo de una guitarra, en la garganta dulzona de una flauta, en las fauces morenas de un violín o en los mofletes de una maraca. Y, asilado en el interior de un instrumento, el tejido traslúcido espera que el músico lo impulse, pulsando las notas misteriosas que tararearán las mujeres y los hombres mientras cosechan el maíz y los zapallos. Cadencias que se convertirán en coplas una vez que, de tanto corearlas, alguien les ensamble versos que proclamen los sentimientos más profundos y verdaderos.
Y entre tanto los trabajadores canturrean llenando los canastos con mazorcas de oro y calabazas pulposas, el azuzador de melodías se asoma a la ventana, empujando con la mano las espirales de neblina, para que el sonido de las voces le llegue diáfano y poderoso como un himno.
Pero la tejedora no descansa hasta que la noche inviste el horizonte de El Guaico con su terciopelo violeta sembrado de lentejuelas celestes y escarlatas, después de revisar las trampas que penden del sauce y de guardar las agujas en la caja. Asegurándose de que las coplas que el pueblo cantará en los próximos tiempos nacerán aromadas de flores oriundas de la misma tierra que concede sus frutos a los cosechadores.
Finalista en el Segundo concurso literario de cuento revista Archivos del sur “Leyendas de mi lugar, mi pueblo, mi gente”, 2008, Buenos Aires, Argentina.
Isabel Ali
Blog de la autora
Me parió muy lindo el cuento, te hace reflexionar sobre la importancia de la conexión con la naturaleza, te enseña lo importante que es la tradición y la conexión con el mundo natural por otro lado también la capacidad de las mujeres para crear y transformar.