«La trampilla». Por Elena Marqués

Ya no estaba seguro de querer despertar, de abrir los ojos a aquella realidad oscura y maloliente en la que llevaba inmerso varios días.

Ladeó la cabeza y notó en la mejilla el roce de su mano. Estaba helada. Los dedos se mantenían en la misma postura de su muerte, extendidos en una extraña petición de piedad, de limosna, de «recuérdame cuando me haya ido».

Entornó los ojos y vio los suyos a medio abrir. Los párpados del cadáver empezaban a descomponerse.

LA ARGOLLAComo pudo se sentó. De un lado sus propias heces; del otro, en la estrechez del cubículo al que había sido arrojado desde la trampilla, el cadáver de Evangelina Sánchez, una joven prostituta que se había avenido a hacerle compañía.

«Quizás ella tenga la culpa», se dijo. «Quizás ella merecía morir. Está claro que me hizo caer en una trampa, que estaba conchabada con los tipos del furgón, que me atrajo con su olor a magnolias y sus piernas eternas».

Pero no era cuestión de culpas.

Alberto Figueroa analizó desde su trono de podredumbre la lista de posibles enemigos. Patricio Salvatierra, a quien dejó en la estacada varias veces; Pantaleón García, con quien no había saldado las cuentas y del que sabía era muy vengativo; Marieta González y Marta Mendizábal, por cuestiones de afectos a las que nunca concedió demasiada importancia. De estas últimas no podía sospechar. Eran lindas y educadas. ¿Cómo iban a contratar a un matasiete para mandarlo al hoyo?

El hombre se tanteó los bolsillos por enésima vez. Volvió a encontrar la moneda con la que jugueteaba en el coche mientras la difunta conducía y sonreía y le alcanzaba el tequila por encima del volante.

—Lo pasaremos bien —le dijo. Y él nunca lo dudó.

Era la primera vez que acudía a sus servicios. Ahora que lo recuerda, por recomendación de Manuel Antonio Esquivel, un tipo de la oficina que no era sospechoso de nada pero que andaba mucho con Atilano Benavente. Él sí que lo odiaba bien desde el último fraude.

Pero eso es lo que tiene ser un impostor y un mal nacido, ganarse el pan con el engaño y el poco respeto a las vidas ajenas, traficando con coca como tantos otros, pero al margen de la ley del cártel. «¿A quién se le ocurre?», le reconvino su mujer, que por eso lo dejó más tirado que un trapo y por eso había acudido a la fulana. O quizás fue al revés, no lo recuerda. Tal vez la fiel Margarita Valbuena lo abandonó cuando vio peligrar la salud de su entrepierna con tantas idas y venidas del esposo entre las caricias de Araceli Angulo y los revolcones de María Luisa Cardona, siempre tentando a la suerte, a don Pantaleón Salvatierra y a la madre que lo trajo al mundo, siempre diciendo «no te apures, mijita. Yo controlo» cuando a la vista estaba que no sabía lo que hacía.

Y ahora estaba allí, sin controlar maldita sea la cosa, en un cuadrado sucio y asqueroso con un cadáver a dos pasos y el olor de sus propias heces y una trampilla que se abría cada mañana a esos de las once, momento que aprovechaba para mirar el reloj que, gracias a Dios, no se había quebrado con el golpe, cuando lo arrojaron desde lo alto con la prostituta y él cayó bien, sobre el costado derecho, en el que aún sentía un resquemor agradable, señal de que estaba vivo y no andaba en el límite incierto de las ensoñaciones y la fiebre, mientras la mujer, Belinda Moreno, alias la Besucona, había caído de pie, destrozándose varios huesos de las extremidades, y, al revolcarse en sus gritos y sus lamentos, tuvo la mala fortuna de desnucarse con el único saliente que había en la mazmorra, donde quizás tenían previsto colocar las colaciones de los encerrados hasta que terminaran por cantar.

Ese día abrieron una segunda vez la portezuela. Desde fuera le vino un ruido conocido, como de calle transitada.

Quizás no estaba tan lejos, aunque Alberto Figueroa, tan dado a las películas de terror y las teleseries de detectives y asesinos, había imaginado que, después de maniatarlo y amordazarlo y cubrirle la cabeza con aquel saco que olía a cebollas, después de meterlo de cualquier modo en la trasera del auto con una prostituta que lloraba todo el tiempo y desplegaba todo su conocimiento de palabras soeces, lo habrían conducido al campo, al típico caserón en medio de la maleza al que se llegaba por un camino sin asfaltar porque estaba lejos, muy lejos, fuera del alcance de cualquier policía avezado y mucho más retirado de los tentáculos de cualquiera de sus amigos, Juan Esteban Gutiérrez y Gabriel Aguirre, a los que no quiso incluir en su lista pero igual a estas alturas había que alinear junto a Pantaleón García y Patricio Salvatierra y tantos otros a los que había humillado tan alegremente sin pensar en que la venganza es un plato que se sirve frío a través de una trampilla abierta en el techo, justo a las once horas y solo el tiempo preciso para ver cómo el cuerpo de la Besucona empieza a consumirse en sus propios gusanos.

5 comentarios:

  1. Clara Menéndez

    A veces es difícil explicar lo que sentimos cuando leemos algo que sabemos que es bueno, muy bueno. Es un pálpito que golpea nuestro corazón y nuestra cabeza, y nos dice: «abran paso, tiene lo que marca la diferencia». Qué belleza de texto, qué poder tienen las palabras cuando se sabe jugar con ellas. Elena, enhorabuena.

  2. Manuel de Mágina

    ¡Uf! Huele mal. En todos los sentidos. ¡Viva Mexico! Que podía ser cualquier otra parte. Te felicito. De adentro a fuera y con pocas palabras. Las justas.

  3. Elena, ahora cambian las tornas y somos nosotros los que tenemos que comentarte, pero qué se puede decir ante tal grado de dominio de la escritura; mejor no decir nada y tan sólo quitarse el sombrero que en el caso que nos concierne podría tener una pluma en lo alto y un ala volteada.
    Saludos.

  4. He empezado a leerlo y, sin darme cuenta, he llegado al final de esta truculenta historia. Como dice Clara, uno sabe que esta leyendo algo bueno.
    Elena, el tema no es fácil de tratar, pero nos metes de lleno en la trampilla.
    Un beso bien grande.

  5. Elena Marqués

    Me alegro de que hayáis caído en la trampa.
    (Ahora que lo pienso, no es el primero que escribo sobre el tema. ¿Estaré para psicoanalizarme?)
    Muchos besos a todos.

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