Las siete vidas de un feo
Era feo a rabiar. Los perros le ladraban con el hocico apuntando al cielo; después, cuando creían haber conseguido amedrentarlo, lo dejan pasar manteniendo altas sus cabezas, mostrando sus dientes de forma automática como queriendo decirle: “Y que conste que no te hinco los colmillos, tío feo”.
Eso pensaban los perros al ver aproximarse a Norberto Chacón. También a ellos les molestaba la visión de un rostro abrupto, como de cordillera, una dentadura penibética que se anunciaba en más ocasiones de las necesarias y un cuerpo enjuto que se movía con desgana.
Era feo a rabiar, sí señor.
Y tuvo la osadía de pedir a gritos que se murieran los guapos, los galanes de cine y los presentadores de televisión.
“¡Que se mueran todos, de un suspiro!” Rogaba cada noche antes de dejarse vencer por el sueño.
Pero los guapos lejos de pasar a mejor vida disfrutaban de ésta a sus anchas. Y se paseaban por la plaza del pueblo luciendo orgullosos una hermosura dañina, una elegancia incómoda, una simpatía que hacía que el vello de Norberto Chacón se pusiera de punta como el de un puercoespín.
– ¡Que se mueran los guapos! – Mascullaba – De un suspiro.
Así fue como una noche encontraron muerto a Agustín, el niño de la Genara, un maniquí de primera que había conseguido desfilar en las mejores pasarelas del mundo y que había llegado al pueblo en busca de emociones rurales. Sin duda, las encontró. Y en lo que se tarda en lanzar un suspiro abandonó el mundo para siempre. Todo el pueblo lo veló, incluido Norberto que acudió a casa de la Genara vestido con su mejor traje, haciendo gala de una elegancia dañina y poniendo los pelos de punta con su empalagosa simpatía.
El segundo guapo en fallecer se llamaba Tomás Buenavista. Este pobre muchacho que no acababa de cumplir los veinticinco se topó con la muerte mientras remaba en el río y le relataba a la muchacha más linda del pueblo sus aventuras en la gran ciudad. Dio un suspiro hondo y cayó redondo dándose de bruces contra los remos.
Norberto Chacón fue el primero en llegar al velatorio.
El verano transcurría lento, perezoso y lento, negándose a extinguirse cuando las tardes comenzaban a acortarse y el pueblo se sumía en una temprana oscuridad.
La tercera victima fue Pedro Salvador, un turista que pasó por allí casualmente y que despertó gran interés entre las muchachas del pueblo que no paraban de cantar sus alabanzas mientras paseaban plaza arriba plaza abajo esquivando la fealdad de Norberto Chacón.
Como cada noche, Norberto musitó su plegaria. Esta vez hizo hincapié en la suerte del turista. “Ya va siendo hora de que abandone el pueblo”, pensó. Y lo hizo.
Los otros cuatro se llamaban Lorenzo Marín, César Aldonzo, Alonso Malo y Juan Carlos Teruel. Murieron de idéntico modo, dando un largo y angustioso suspiro que se llevó todo el aire de sus pulmones y los dejó tendidos en el suelo con el rostro contraído y un interrogante bailando en la punta de su lengua.
Así pues, Norberto Chacón había logrado liquidar a todos los guapos de su pueblo. Acababa de ingerir siete vidas hermosas que estaba convencido terminarían por embellecerlo.
Con tan magnifico equipaje Norberto marchó a la ciudad.
“Qué se mueran los guapos, los galanes de cine y los presentadores de televisión” Recordó sonriente tiempo después.
Cuando las cámaras comenzaron a rodar, Norberto Chacón, el galán de cine más afamado de Hollywood cayó fulminado al suelo de un suspiro.
Ángeles Morales