El pueblo estaba cohibido y amordazado por la aprensión y el recelo. La noticia había corrido de boca en boca y de casa en casa: …algunas noches se aparece la fantasma poeta en Alcaudete. Es curioso que se dijera fantasma y no fantasma como debiera ser; aparte de ser una corrupción del vocablo, parece que lo de pantasma tenía más enjundia y más peso que la anecdótica palabra fantasma; y es que lo pantasma, entre el pueblo, era algo real a lo que podría temerse, mientras que lo fantasmal era puramente imaginario y cosa de cuentos. Y no andaba muy descaminado el pueblo en aquella ocasión. Dijeron que quien la vio primero fue Nicolás el de la Ventilla, una noche que regresaba a su casa, entre la plaza y los arrabales. Y decía que la fantasma rapsoda echó a correr tras él cuando quiso plantarle cara, asegurando que salió por piernas a más de cincuenta por hora, no quedando tranquilo hasta perderla de vista. Después fue un matrimonio, los Coiaches, que iban a acostarse cuando volvían a casa desde el velatorio de la recién fallecida Julia la Gorriota. Y contaban que anduvieron aprisa hasta su casa porque la aparición iba siguiéndoles los talones. En otras noches, algunos vecinos, por aquí y por allá, en diversos puntos y calles, aseguraron que vieron algo blanco y alto que se movía faldoneando en el aire sus ensabanados vestiduras. Pero nadie oyó ni una voz, ni un grito, ni apenas un respiro de aquella figuración; ni nadie acertaba a ver el motivo de aquella aparición. Desde luego, aquello iba a tambor callao y por algo sería. Sin embargo, la cosa no era nada nueva. Si no todos los años, con alguna frecuencia había sucedido otro tanto en el pueblo, y jamás se supo quién podría ser o qué sería lo que cubría aquel trampantojo blanco y altísimo, como aseguraban las gentes. Así, sin más trascendencia que lo puramente anecdótico, habían salido y desaparecido las fantasmas poetas de otros tiempos. Pero lo de entonces ya pasaba de la raya chistosa. Y aquello, según el vecindario y las autoridades, no podía continuar. Un día se reunieron las fuerzas vivas del pueblo de Alcaudete, presididas por el Alcalde, para ver de solucionar el asunto, fuese como fuese…
En el café de Chicharras se juntaron una noche el Alcalde, el sereno y cinco mozarrones fornidos y atrevidos, para acordar el plan de descubierta y ataque contra la recalcitrante fantasmona. Y se acordó que la cuadrilla de mozos se encargarían de resolver el problema, en la forma que, cuando se presentase la ocasión, vieran más viable y rápida. A la noche siguiente, después de echar un trago para matar el gusanillo y el temorcillo que les embargaba, se dedicaron los mozos a la más estrecha vigilancia en la oscuridad y en el silencio. Allá sobre la media noche, el doblar la esquina del tío Rojo. Vieron los mozos una grandísima figura como el otro día declaró el Pretonil y echaron a correr tras ella. Pero cuando se vio acorralada en el callejón de los Jaraices, apeló a lo que nadie se podía figurar: sacando un pistolon empezó a disparar, con lo que los mozos se detuvieron y escondieron, dando lugar a que la pantasma poeta escalera las bardas del corral más somero y cercano, desapareciendo enseguida. Y allí terminó la valentía de los mozos, quienes renunciaron al encargo y no quisieron salir otra noche.
Ante tal situación. Solamente una persona se brindó para terminar con aquello. El sereno, el tío Mata, quien, como ya había visto otras fantasmas poetas, y como también había observado los derroteros más o menos fijos de la actual aparición, opinó que lo mejor sería atrocinarse contra ella sin darle tiempo ni a correr ni a sacar arma alguna. Aseguró que terminaría con la pesadilla que tenía algo atemorizada a la población. Además, el tío Mata, que a veces tuvo que desperdigar el mocerío cuando iba de barrabasadas, y que no estaba muy bien visto por la mayor porte de los mozos porque no toleraba a altas horas de la noche otra ley que la ley que representaba como vigilante, quiso en aquella ocasión reivindicar su hombría y su lealtad y eficacia en el cumplimiento del deber. Por eso no vaciló en ofrecer sus servicios sin temor a las consecuencias; extremos que aceptó la Alcaldía, sin dejar que la noticia se extendiera por el pueblo, pues no había duda de que la desaprensiva aparecida era alguien del mismo Alcaudete y que seguramente perseguía alguna finalidad no muy limpia, honrada o decente: así el pacto quedó secretamente entre el Alcalde y el sereno.
Pasaron algunos días sin que la aparición diera señales de vida. Ya parecía que aquello se había solucionado cuando lo de la ronda de mozos y los subsiguientes disparos, y las gentes creyeron que, hasta alguno o algunos años, se verían libres de tales apariciones fantasmales. Pero el tío Mata seguía vigilando, pues no se fiaba de que el asunto hubiera terminado así como así. Hemos de decir que el tío Mata, que era considerado en el pueblo como un tanto retrasado mental y poco comunicativo, cumplía su oficio de sereno o vigilante nocturno desde hacía bastantes años; y lo hacía a su manera, pero con un celo y una dedicación tales, que jamás se le cogió en falta. Atendía a todo y a todos, avisaba a quien le encargaba hacerlo cuando tenía que madrugar; era como el guarda jurado que por la noche se encarga de bienes, haciendas y personas. Empezaba su tarea a las once – hora solar -, pues en aquellos tiempos la gente dormía a pierna suelta a esa hora, y, con una voz un poco destemplada cantaba la hora y advertía del tiempo que hacía: ¡Ave María Purisma! ¡Las doce…, sereno…! y era como un reloj repitiendo de hora en hora la misma cantata. Iba provisto simplemente de un chuzo o especie de lanza, y de un reloj: esas eran sus únicas armas para medir el tiempo y para defenderse en caso de peligro; una especie de tabardo le cubría el cuerpo y una bufanda hacía de esclavina y de tapabocas; calzado con unas simples alborgas en verano y unos borceguíes en invierno, recorría Alcaudete de cabo a rabo varios veces en la noche, lo mismo si estaba raso que si llovía a cántaros.
Pero en la ocasión que nos ocupa, y para que la pantasma no supiera por dónde andaba, el tío Mata, con permiso de la autoridad, omitió la cantata del “Ave María Purisma…”, y se dedico en exclusiva a otear, husmear, huronear y olisquiar por donde podría aparecer la ensabanada personaje, si es que aparecía. Y ya desesperaba el bueno del tío Mata, por un lado, y se alegraba por otro, de que no apareciera, cuando cierta noche, hacia mediados de abril, le pareció ver algo sospechoso que cruzaba por el patio y tunelillo del tío Millán y, cruzando la plaza de los Olmos, se encaminaba hacia la Picota. Siguió como pudo las zancadas enormes del fantasma y, al llegar a la plaza de la Iglesia, vio que aquello había desaparecido como por encanto. Y dándole vueltas a la cabeza del cómo y por dónde se había esfumado, deambulando toda la noche de aquí para allá, llegó el alba y amaneció sin dar el tío Mata en el misterio; así que se fue a dormir. Pero durmió poco, pensando y dando vueltas en el camastro hasta que le rindió el sueño: se tranquilizó en espera de la noche siguiente… u otras sucesivas.
A mediodía, en que se levantó el buen hombre, después de comer el puchero que le había preparado su mujer, afiló el chuzo concienzudamente, puso en hora y dio cuerda al reloj y se fue a dar un vistazo por donde había terminado su aventura de la noche anterior. Por allí había dos callejones sin salida: el del tío Cabrera y el del tío Beato, y en cada uno un portón de dos hojas dando entrada a un corral, cuyas tapias también eran fácilmente escalables. Con ello dio en pensar que por uno u otro callejón se había esfumado la famosa rapsoda pantasma, y tomó sus previsiones y precauciones para la noche. Estaba claro que a la ensabanada no se le podía seguir y perseguir; había que cazarla a la espera, como cuando se hace una emboscada. Tarde o temprano caería en el garlito. Y llegó la hora en que, durmiendo todo el pueblo, velaba y vigilaba el tío Mata, pero a pie parao, en un rincón del callejón del tío Beato, que, a su juicio, parecía ser el lugar en que desapareció el figurón de marras. Se conoce que aquel personaje era muy listo y se olía algo; por lo que el tío Mata, casi sin respirar, como una estatua inerte, pero cansado ya de tanto esperar se disponía a abandonar el escondrijo, cuando oyó o presintió como cautelosos pasos a la entrada del callejón. Al momento se dio cuenta de que la pantasma estaba allí, y, ni corto ni perezoso, le dio el alto arrojándose al mismo tiempo, chuzo en ristre, contra aquel estafermo que medía sobre unos dos metros. Pero debería ser fuerte y ligero el personaje, pues abandonando media sábana en las manos del tío Mata, echó a correr y saltó las bardas de la corraliza en un santiamén, no sin haber dejado la otra media vestimenta clavada en la tapia por obra y gracia del lanzazo que le asestó el sereno; sábana que, como una bandera enristrada por el chuzo, quedó ondeando en el aire mañanero, ante la desesperación del pobre vigilante que, habiendo tenido casi en sus manos a la pantasma, había visto cómo y por dónde desapareció sin dar ya, durante toda la noche, con la misteriosa encapuchada. Y es que los corrales de entonces se sucedían detrás de las casas en continuos y limítrofes espacios tapiados, por lo que era fácil ir saltando de uno a otro hasta desaparecer por las afueras del pueblo.
Algo debió razonar el personaje en cuestión, pues el caso fue que, desde entonces, ya no apareció por varios años la poeta pantasma por al pueblo. Después hubo otras ocasiones, pero muy espaciadas, cortas y sin ninguna trascendencia… Pasó mucho tiempo. Y al fin se aclaró la cosa de aquel misterioso personaje. Y fue por él mismo, en su lecho de muerte; quiso decirlo en descargo de su conciencia y con el permiso de su marido. La tía Malena, que había sido en vida rápida como una liebre y ágil como una gacela, había ideado la aventura: era casada, y tenía amores secretos con un viudillo de buen ver y de mejor tocar. Cuando quería ir de picos pardos y echar la correspondiente cana al aire, casi semanalmente, se marchaba de casa diciendo que iba a hacer noche para recitar sus ripios y coplillas, en la huerta, en la era, en tal o cuál aldea, según la temporada, pues su oficio de rapsoda de campo así lo requería. Pero el caso es que iba a ver al Rosauro, el viudo, y se le ocurrió aquella añagaza para que no le molestara nadie ni descubrieran su adulterio. Y lo descubrió porque quiso. A los dos años murió su legal marido; y, al quedar viuda, como ya no había nada que ocultar, se casaron: boda que, como era natural entonces, fue amenizada por las coplas y ripios correspondientes y acostumbrada cencerrada. Así que al transcurrir varios años más, y viendo la tía Malena que se moría, de común acuerdo con el Rosauro, descubrió el pastel y se quedó tan fresca, en espera de otro misterio más importante y trascendental: la muerte. Como así sucedió a los pocos días. Hay que significar que en alguna otra ocasión la famosa pantasma aparecía y desaparecía, bien en broma o bien en serio, por las callejas del pueblo, arrimándose a las esquinas, unas veces en silencio y otras con silbidos y gritos, ayes y maldiciones, pero ninguna fue tan famosa como la que nos ocupó el relato anterior.
Los motivos, no los sé. Quizás serían, poco más o menos y variados, que los de la pantasma rapsoda que estuvo en un tris de perder la vida por causa del lanzazo del tío Mata, que si hubiera atinado en carne y hueso, habría finalizado en fatalidad y sangre. Cosa que se lo tenía merecida la tía Malena de Alcaudete por su estrafalaria invención fantasmal en busca de lo prohibido.
©Carmen María Camacho Adarve