Con la vejez, don Jaume Belloch le ha cobrado miedo a las alturas. Llora entonces por las vistas vedadas desde Montjuic, la ciudad a sus pies como una enorme y bulliciosa sábana; el ascenso a las torres de la Sagrada Familia, donde acariciar mansamente sus pináculos; la escalada al calvario del Parque Güell, los brazos de las cruces marcando el infinito. Hasta subir la escalinata del dragón se le hace una hazaña irrepetible.
«No pasa nada», se dice, y prueba con consolarse en los mosaicos de la casa Batlló, si bien no es capaz de aventurarse hasta la cresta azul de la azotea.
Jaume Belloch vive desde siempre en un bajo oscuro del carrer de les Carretes, apenas a dos pasos de Sant Pau del Camp. Allí se casó con la Cisca, que ahora descansa en Poblenou, y entre los arcos lobulados de su claustro empezó a dibujar. También fue allí, entre frisos vegetales y animales fantásticos, donde creció su afición por la fotografía y su amor categórico por la ciudad sin límites.
En el Cafè de l’Ópera extiende hoy su testimonio gráfico. De aquellos años en que subir a las colinas no era un problema, mucho antes de que se le manifestaran, junto a las cataratas y la lástima, sus problemas de vértigo, conserva mil imágenes de la metrópoli, hermosa y adornada por sus encuadres y sus puntos de vista. El barrio gótico a primera hora de la tarde, la luz tamizada de las vidrieras de santa María del Pi, las gárgolas legendarias de la calle del Bisbe, el patio de la Ardíaca, el puerto desde los ojos de Colón… todo yace en el redondel de la mesa, con sus apuntes de letra puntiaguda y sus teorías sobre arbotantes y sus propios diseños modernistas.
Ya poco puede hacer.
El anciano avisa al camarero. El café se ha quedado helado y el paseo imaginario le ha abierto el apetito. Pide unas neulas y un vaso de agua; suspira y vuelve el rostro a la puerta de cristales. Fuera, la rambla es un bullicio de voces y de gentes, un cruce de caminos donde no hay prisa, sino un vagar delicioso a ras de suelo.
Con la cucharilla traza una espiral parduzca que le recuerda a algo. Explora entre las fotos, toma un sorbo y acaba describiendo, esta vez con palabras, una ventana abierta del Liceu donde se asoma un hombre.
Don Jaume recoge sus piezas del puzle, abona el desayuno y, lentamente, se desplaza a la salida a ver las novedades de la Rambla y a comprar en la Boquería algún pescado con que aviar el suquet para la cena. Entornando los ojos mantiene un mudo diálogo con estatuas cambiantes y luego se dirige hacia la catedral atraído por las notas de un salterio. Por un momento duda. Tiene miedo a perderse.
Pero ¿qué habría mejor que extraviarse en Barcelona?
Y entonces se sonríe y aprieta la carpeta contra el pecho. «Mañana empezaré». Pues hoy ya sabe que hay mil formas de hablar con la ciudad sin enfrentar el mal de las alturas.
Elena Marqués
Nos llevas por Barcelona a través de los sentidos. Qué magnífica manera de contar, y transmitir. En esta narración hay un tesoro en cada frase, » ¿qué habría mejor que extraviarse en Barcelona?
Extraviarse en tus relatos, Elena, y sin miedo a las alturas.
Que viajar a través de las palabras ya lo tenía comprobado, pero contigo de guía por esta ruta dan ganas de extraviarse de verdad por Barcelona.
Quiero probar esas neulas y quiero tener vértigo de nuevo desde la altura de tus letras.
Besos para mi admirada Elenita.
Los sentidos que nos menguan los años pueden ser compensados por otros… e, inevitablemente, también el recuerdo nos ayudará a llenar los huecos. El café se convierte en el lugar donde se cruzan vidas desconocidas, de destinos diversos que, quizás, no volverán a encontrarse, pero los acoge a todos para que durante un tiempo puedan recuperar la magia de todo lo vivido. Universo de culturas y donde se hace cultura. Y elemento recurrente en tu narrativa, Elena.
A mí también se me ha quedado helado el café de tanto mirar todo el testimonio gráfico que extendía don Jaume sobre la mesa. Y, como él, me he llevado las manos al pecho y he decidido perderme por la ciudad «a ras del suelo».
Maravilloso, como siempre. Muchos besos.
A ras de suelo, a altura de pájaro, desde el balcón de los ojos de una persona cualquiera pero con una sensibilidad infinita y un buen hacer literario fuera de toda duda… así da gusto perderse por ciudades como Barcelona, o cualquier otra ciudad existente -e incluso inexistente-, del brazo de los maravillosos párrafos de una mente privilegiada con el amor a la escritura como es la tuya, amiga Elena.
Y no es sólo porque me haya sentido tan dentro de la narración que incluso me he subido el cuello de la camisa al sentir el frío de la rambla, antes de traspasar el umbral del Café. No, no es solo la sensación física, pues lo más presente es la sensación de estar dentro de la misma mente del buen hombre, sentir ese vértigo fatal que lo atenaza, pero sentir también ternura al recordar -¿cómo es posible recordar a alguien que nunca conoceremos?- a la Cis…perdón, a Doña Francisca; al poder incluso saborear las neulas, y lo que es más curioso, poder seleccionar y distinguir entre el barullo de las calles, voces de hombres mayores, mujeres con ese timbre chillón que nunca pasa desapercibido…
En resumen, amiga Elena, más de lo que nos tienes mal(bien) acostumbrados. Un gran relato, tanto en lo descriptivo como en el intimismo de la escena; algo que se llama emoción, que solo los grandes sabéis transmitir.
Nunca desciendas a ras de suelo.
Que precioso relato , aunque yo soy de Barcelona me has heho recordar cosas vividas en mi niñez !!!como las neulas!!! que las viví muy de cerca y a veces uno ya se le ha olvidado . Felicidades me ha encantado leerlo.