La reunión del año había comenzado. El 21 de Marzo todos estaban dispuestos en la sala. Esperaban expectantes mi llegada, y que el debate se abriera un año más. El calor se hacía notar levemente en esta época del año, y los fríos ya no eran cortantes como los anteriores.
Cuando entré en nuestra habitual estancia de reuniones, todos se habían colocado de la misma forma que el año anterior, y que el otro y el otro, llevaban cogiendo el sitio que ocupaba desde que aquellas reuniones anuales empezaron. Pero, como iba diciendo, todos callados y bien sentados. Bueno quizá deba rectificar, no todos estaban callados; las hermanas divinidad estaban en corro y parloteando todo lo que les había ocurrido este largo año, había incluso años que las encontraba bailando. Entrelazaban sus manos, elevando dos de ellas, y daban vuelvas moviendo las caderas al compás del tarareo de alguna canción antigua.
Marina, con esa tez tan blanca y ese cabello de oro, lucía un espléndido embarazo de cinco meses, como era de costumbre en nuestras tertulias del 21 de Marzo. Muchas veces me para a pensar, cuan grande sería la casa de Marina pues cada año traía, a lo menos, un hijo. Siempre el mismo vestido, que nunca encogía, ni se rompí o ensuciaba, de florecillas oscuras, fondo claro y algunos volantes bastante voluptuosos.
En un rincón y pasando desapercibido, Emmanuel. Aunque los primeros años, y a muy clara lógica, era el centro de atención y sobre todo de miradas. Es el único hombre al que el jefe deja entrar en la reuniones. Recuerdo las primeras jergas, casi podía sentirse acosado. Las hermanas divinidad hacían el corro en torno suya para bailar, Marina no paraba de decirle que le tocara la tripa, para ver como el bebé daba patadas, y Clarís todo sonrojada le miraba de reojo para comprobar que no veía como sus faldas se levantaban. Pero de aquí a unos años atrás dejaron de prestarle atención, y más aliviado que la primera vez se colocó en un rincón y solo escuchaba y asentía. Con sus rizos marrones acompañando sus afirmaciones a todo lo que decíamos.
Clarís, ya nombrada, llegaba la primera para que nadie cogiera su sitio, junto a la ventana. Lo cual, no se porque sigue haciendo, ya que se pasa todo el tiempo pendiente de si el viento de poniente entra y le levanta las falda, dejando ver sus vergüenzas. Casi podría definirse como un acoso en toda regla de un efecto meteorológico, aún así, ella no es infiel a su amante invisible.
Por último nombrar al hijo del jefe. Su mujer murió y siempre lo tiene de un lado para otro, a mi me lo pide como favor y lo cual no me importa. Corretea de un lado a otro de la habitación, se mete bajo la mesa y juega a las guerrillas, simulando armas con sus brazos. No hace ruidos, ni habla, ni grita, ni llora, pero se encarga de que su presencia no se olvide a ninguno de los presentes.
Y es que, señores, así son las reuniones cotidianas el primer día cuando «La primavera» llega de mano de Botticelli.
Ketsya