¡Son flores! por Marita


Cada vez que se iba a una casa nueva, llenaba el jardín de flores, de todos los colores, de todos los tipos, grandes chicas, delicadas, «carn’e perro», muy fragantes algunas, otras hedionditas; sanadoras algunas, de simple adorno la mayoría.
A sus setenta y cinco años, había hecho nueve mudanzas, a nueve ciudades, nueve nuevos jardines que sembrar.
Tuvo nueve hijos, dos quedaron enterrados en uno de esos jardines. El marido en el octavo.
Ahora viuda y con dos nietos que cuidar, criar y mantener, seguía empecinada en hacer el mejor jardín de su vida.
«¿Para qué sirven las flores?» Le preguntaba el niño más chico.
Para que se vea lindo el jardín, para que veamos cosas bonitas, para sentir ricos olores, para sentirnos alegres, para saber que cada día hay que regarlas y cuidarlas.
«¿Pero para qué?» Insistía el mocoso.
Aburrida de sus incansables interrogatorios, la abuela lo dejaba contemplando atónito el espectáculo colorido.
E l niño más grande le ayudaba un poco, regaba, sacaba maleza, era casi perfecto, pero nunca sabía cuáles eran de interior y cuáles no.
Cuando yo me muera, quisiera que me llenen de flores, pedía sin exigir, como sugiriendo.
Un día, el niño más chico la fue a buscar al dormitorio porque no se levantaba y él quería desayuno. Fue y la tocó varias veces, pero no se movía. Se murió, pensó el niño y, obediente y leal, fue y arrancó todas y cada una de las flores del último nuevo jardín y se las puso encima.
Feliz con su hazaña, se fue a la puerta a esperar al hermano mayor para mostrarle cómo había dejado a la abuelita toda cubierta de sus tan amadas flores.
Llegó el hermano y se fue corriendo a la pieza, ahí estaba la pobre abuela en evidente estado de haber luchado contra las flores, infructuosamente.


Marita

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