La gente no suele creer que las paredes puedan ver o escuchar, no es que importe demasiado, la mayoría de los muros consideran que los humanos tienen muy poco criterio.
Puede que tengan razón, la humanidad se caracteriza por rechazar lo que no puede entender, y por lo general no entienden lo que no ven, y para colmo de males, hace siglos que dejaron de ver al mundo para concentrarse en observar sus propios zapatos mientras avanzan por el pavimento.
Alberto se divierte observándolos, lo hace sentir superior, hace mucho olvidó lo que era ser una persona, la omnipresencencia que otorga la muerte es mucho más divertida.
Este es su lugar preferido, un gran restaurante lleno de muros por los que puede pasearse a su antojo. Pasa desapercibido haciéndose pasar por una pieza de arte callejero, la cara de un chico, dibujado en líneas azules. Tiene un afilado instinto para separar a las personas interesantes de las regulares, sobretodo se interesa en las relaciones más que en los individuos.
El hombre casado que seduce a una nueva amante durante una cena, armado hasta los dientes con mentiras y botellas de vino tinto. Los socios que se esconden secretos poco convenientes. Las familias destruidas que se pegan con cinta adhesiva igual que se hace con las fotos y los billetes rotos. Amigos que se cuentan las cosas más privadas, siempre exagerando un poco, sólo lo suficiente para ponerse por encima del otro.
En las horas en las que el restaurant está cerrado, se queda en la fachada, no es su lugar favorito, la gente pasa tan rápido que apenas puede escuchar ráfagas de conversaciones que termina completando él, escribiendo en su mente historias que nadie nunca va a escuchar.