Queremos tanto a Glenda que, ya ves, aquí andamos buscando el regalo perfecto para su aniversario, unos bombones, un perfume, un cuento surrealista (quizás sea lo mejor, dadas sus condiciones) o un libro de poemas visuales.
Glenda vive en Almagro; en Medrano, para ser exactos. Colecciona chismes antiguos en su casona de fin de siglo. Glenda los ordena primorosamente en el porche mientras vigila las andanzas de sus dos nietos mellizos.
Como casi no ve, la anciana ha aprendido a manosear todo lo que cae en sus manos, y detecta primero, con esa hábil caricia de que ha sido dotada por la madre naturaleza, la frialdad del material, su tersura, su tamaño, su inutilidad y su peso. Luego se agacha a clasificar los objetos en cajas de cartón que su hijo, antes de irse a trabajar, deja perfectamente alineadas a sus pies, de modo que solo tenga que inclinarse un poco, lo cual, dada su edad, no deja de suponer un esfuerzo penosísimo.
El hecho de que Glenda, siendo casi ciega, vigile a la camada es todo un privilegio, un modo amable de cederle el lugar correspondiente en la cadena productiva de los asuntos domésticos. Su madre, nacida en Argentina, aunque de padres italianos, nunca se integró demasiado con la familia política, que presumía de sus ancestros vascos por ambas partes, así que Glenda, que hasta entonces había seguido en todo los pasos de su progenitora, se vio en la terrible y humillante obligación de arriar velas en cuestiones de orgullo y someterse a ciertas tradiciones antiquísimas, como la del cuidado ineludible de toda criatura que la generación en edad fértil pariera sin esfuerzo.
En el caso de los Garay, que presumían, además, de apellido ilustre, era costumbre no solo acumular vástagos (algunos de estirpes desconocidas y repartidos por distintos barrios, desde los cafetines de Barracas a Belgrano), sino fundamentalmente dinero, y, en su defecto, artículos de lujo y antiguallas con que decorar aquel engreído caserón que se iba deshaciendo de a poquito.
Los mellizos se entretenían reinventando la receta de las masitas secas de la abuela Milagros. Les gustaba innovar y añadían, junto al dulce de leche que a la mañana dejara descuidado la amable señorita Cora en la cocina, cualquier tipo de insecto que pudiera camuflarse con facilidad. Las larvas, por ejemplo, eran especialmente aptas para la repostería, pues su movilidad era casi nula, y ni siquiera Glenda las distinguía en lo informe del dulce recién horneado.
Esa tarde, el más alto de los mellizos decidió terminar de embromar a la abuela medio ciega y, al ver pasar por la acera contraria a un jovenzuelo con su ramo de flores rumbo a La Chacarita, lo interceptó con un gesto, y el muchacho, que había sido educado exquisitamente en los principios de la diplomacia, se paró a escuchar la propuesta del rapaz, que no era otra que cuidar de la abuela mientras ellos se alejaban unas cuadras en busca de aventuras. El joven no las tenía todas consigo, pero los mellizos le ofrecían una merienda exquisita de masitas que no se atrevió a rechazar.
Cuando los tunantes se marcharon, Glenda se dirigió a él educadamente:
—¿Cómo te llamas, hijo?
El joven no había sido lo suficientemente precavido como para preguntar al niño a qué nombre debía responder. En cualquier caso, por muy chocha que estuviera la anciana, de seguro que era capaz de distinguir entre los miembros de su propia estirpe, así que a punto estuvo de salir corriendo.
—No es la primera vez que mis nietos me buscan quien me acompañe en estas tardes eternas. En realidad, solo quiero alguien que atienda a mis historias con migalas y a esos encuentros con Alina Reyes sobre el puente para hacer palíndromos.
Al joven, que acostumbraba a leer y solo salía de paseo por prescripción facultativa, aquellos términos sin referente conocido le parecieron excesivos, pero, en cualquier caso, no le disgustó la idea de quedarse a ver qué pasaba. De su padre había aprendido la dureza de carácter y de su madre tenía presente el respeto reverencial por las palabras y por los mayores, de quienes siempre se podrá aprender cosas nuevas o, por el contrario, realmente antiguas, y por ello mucho más interesantes. El muchacho, que hablaba con un frenillo encantador, le dijo que respondía al augusto nombre de Julio.
Glenda contó a Julio, casi sin respirar, cómo encontró un mensaje de suicidio en el bolsillo de un viajero del metro, por una estupidez de itinerarios; le habló sobre el arrebato provocado por la quinta sinfonía de Beethoven en un teatro florentino y las amistades creadas en un viaje hacia el sur a consecuencia de un atasco inesperadamente útil, y, como ya anochecía, lo citó para el día siguiente, si lo tenía a bien, pues había encontrado un magnífico perseguidor de su voz y sus deseos.
El muchacho se despidió educadamente y quedaron citados para la tarde siguiente, no sin antes comprobar que los mellizos ya entraban por la puerta, casi sin saludar, y, con una diabólica mirada que el joven se vio incapaz de esquivar, se excusaban diciendo que solo habían estado jugando a la rayuela.
La tarde siguiente, según lo convenido, el joven llegó por la misma esquina por la que apareciera el día anterior, esta vez sin ramo de crisantemos y dalias con que aromar el ómnibus y adornar a los muertos, y, ya sin pedir permiso, se acercó a Glenda, mientras los mellizos se escabullían dejando a mano la consabida bandeja de pasteles.
Esta vez Glenda no solo le dio las instrucciones pertinentes para llorar y subir una escalera, acciones que podían, si se daba el caso, simultanearse sin demasiada dificultad, sino que luego captó la atención del muchacho contándole cómo su abuela Irene fue expulsada de su propia casa sin saber muy bien por qué, y a continuación se vio ahogada en su propio pulóver. Nada digno de interés si no fuera por el modo de contarlo.
Acabada la tarde, y viendo aparecer las dos figurillas por la esquina por la que horas antes se desvanecieran, se despidieron hasta el día siguiente, y así fue durante todo el verano. Solo cambiaba de un modo imperceptible la minúscula fauna que poblaba las masitas, aquel bestiario informe y raramente exquisito que los niños seleccionaban sin atender a las posibles consecuencias gástricas que a la larga podían provocar.
La tarde del día 29 de abril, martirio de santa Catalina, apareció el joven deseoso de una nueva historia que ya tenía prometida. Algo le había adelantado Glenda sobre una isla a mediodía y otros territorios. En el porche se alineaban las cajas de cartón, por las que asomaban dos libros deshojados y un muñeco mecánico sin cabeza. No se intuía tampoco a ninguno de los mellizos. El joven quedó completamente desolado y se dio la vuelta. Posiblemente Glenda estaba enferma, pues ya tenía cierta edad, o los niños habían sido duramente castigados y no era precisa su vigilancia bajo el alero de la quinta, así que se marchó, y por el camino iba pensando sobre la conveniencia de volver al día siguiente. No podía intuir el pobre Julio que dentro de la casa se celebraba una fiesta de cumpleaños con torta de Las Violetas y exagerado despliegue de encajes y perfumes.
El joven, sin embargo, se repuso rápidamente del disgusto al encontrarse con una agradable sorpresa en su regreso a casa. Su padre, en un arrebato totalmente impredecible, le había comprado una hermosa motocicleta de segunda mano con la que Julio podía acercarse todas las tardes a su cita de La Chacarita, no tuvieran que esperar mucho tiempo los difuntitos sin sus flores.
La tarde del 30, día de san Pío, el joven se encabalgó sobre el vehículo. Iba a ver a su amiga más alegre que otras veces. Confiaba en mostrarle a Glenda aquella maravilla del motor. Recorría Rivadavia pensando en el asombro que iba a provocar en la anciana, a la que le bromearía sobre si darle un paseo montada a la grupa, cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes. Solo le dio tiempo a pensar en que, en cuanto saliera de esa noche boca arriba, reescribiría con tesón los cuentos de aquella Sherezade olvidadiza; ni por asomo pensó que había llegado el final del juego.
Elena Marqués
Envidia cochina. Después de leerla, dan ganas de dedicarse a la papiroflexia. Beso a usted los pies, señora Marqués.
Que escribes como los ángeles ya te lo he dicho, y, últimamente, cada cosa que leo pienso que es inmejorable. Pues me equivoco: siempre te superas. Y siempre dando lecciones sin proponértelo, tu obra lo hace en tu nombre. Cómo me gustaría poder decir: «Yo de mayor quiero escribir como tú». La pena es que me va a faltar vida…
Gracias por vuestras palabras; pero, de envidia, nada. Es un pobre homenaje a uno de mis escritores preferidos, quien, si levantara la cabeza, la metía de nuevo en un pulóver hasta ahogarse. A lo mejor, de risa.
Muchos besos.
Yo creo Elena, que Cortázar se pondría muy serio …
Relatazo!!!
El regusto de aquellas memorables estirpes que nos ha legado la literatura hispanoamericana, de aquellos clanes que tanto tienen de cotidiano como de sobrenatural. Es larga la sombra de aquellas cabezas de familia firmes e incansables, tan omnipresentes y eternas (a pesar incluso de lo efímero de la carne) como las mejores diosas de antaño. Imposible no rememorar a los Buendía… Gracias por los textos que nos regalas. Y gracias también, me pide que te transmita el autor, por haberte fijado en su retrato de Cortázar.
Abrazos