Sentado en el pescante, sus gruesas piernas enfundadas en una bombacha gauchesca de paño gris, separadas las rodillas y juntos los pies, casi zuela con zuela las alpargatas, Don Jorge, con un leve ir y venir de las riendas dirigía casi por señas a su viejo caballo por las callecitas de tierra de la villa. Cuando no cabía otra posibilidad se atrevía por las recientemente pavimentadas.
Todos los días, sin importar el buen o mal estado del tiempo, transportaba los pasajeros desde la estación del ferrocarril hasta la puerta misma de sus casas, diseminadas aquí y allá por toda la villa.
En las repetidas conversaciones entre las vecinas y vecinos, especialmente cuando se juntaban dos o tres esperando el regreso del coche de Don Jorge, surgía con insistencia la dicusión acerca de cual sería la edad del viejo cochero. Nadie había en el poblado que desde muy pequeño, incluso de recién nacido no hubiera sido transportado por él, su coche y su caballo. Hasta los más ancianos referían antiguas anécdotas del cochero. Tampoco se supo nunca cuál era su verdadero nombre, si algún pasajero circunstancial se lo preguntaba, indefectiblemente respondía con una sonrisa bonachona bajo sus tupidos mostachos, que habrían sido blancos si no fuera por un indescriptible tinte amarillento bajo la nariz:
– Doncorque… me llamo Doncorque. – Era así que los vecinos, acostumbrados a la pronunciación de los innumerables inmigrantes italianos, le llamaban Don Jorge. Aunque parezca imposible, nunca nadie le había preguntado acerca de su nacionalidad.
Aire pesado, casi ausente. Verano interminable. Chirrido insistente de las cigarras que parece provenir desde todas direcciones. Pavimento caliente. El triciclo de los helados. Uniforme blanco y gorra de visera. De cuando en cuando, desde algún portoncito de alambre y con unas monedas en la mano un pibe corre por un cucurucho. Dos batarazas buscan la sombra de una mata, con sus picos entreabiertos. Sed. árboles de hojas fláccidas. Sapos flacos, amarillos, saltan sin rumbo, casi caminando por un poco de humedad.
Un ligero tirón de riendas y la orden consabida de Don Jorge. – ¡EE..eee…! – El ritmo de las patas se hace lento hasta interrumpirse del todo. Zanagoria rebuzna como por compromiso y baja la cabeza hasta el borde de la vereda para mordisquear delicadamente con sus labios afelpados una pequeña y empolvada mata de pasto sobreviviente a penas de la sequía.
Don Jorge se apeó con agilidad insospechada y al pisar el pequeño estribo redondo de hierro caliente el coche se inclinó emitiendo un ligero chirrido, como una queja, y de inmediato recuperó su posición. Con paso seguro se dirigió hacia la parte de atrás, abrió la portezuela con una mano demasiado grande para desplazar el pequeño pestillo de bronce que cedió fácilmente. El pasajero, vestido de traje, el cuello de la camisa desabrochado bajo la corbata, bajó el primero y de un sólo salto. Su esposa, bajita y regordeta, sintió la necesidad de pisar uno a uno los dos incómodos escalones que cuelgan justo por debajo de la puertecilla aferrándose con sus dos manos. El marido, en un intento por sostenerla, hacía toda clase de inútiles piruetas tomándola por la cintura hasta verla segura con sus dos pies en suelo firme. Por fin, el niño se zambulló entre los brazos abiertos de su padre que lo retuvo para depositarlo en el suelo junto a su mamá. Al unísono, como cumpliendo un ritual, los tres recién llegados sacudieron con la mano abierta aplicando ligeros golpes el polvo de sus ropas.
Don Jorge recibió el pago con un gesto de despreocupada satisfacción y sin contarlo guardó el dinero arrugado en una ajada bolsita de cuero colgada de su ancho cinturón tachonado de monedas al mejor uso gaucho.
Calor insoportable. Ladridos lejanos, lastimosos, ahuecan el espacio. Por entre las patas traseras de Zanagoria se precipita al pavimento caliente una catarata de tibio líquido amarillento. Una laguna espumosa corrió a lo largo del cordón.
Hubo un gesto de entendimiento entre los dos hombres. Entraron juntos a la casa, llenaron un gran balde de hierro galvanizado con agua limpia y fresca de la canilla del jardín. Sediento, Zanagoria sorbió hasta la última gota sin detenerse ni para respirar. Cochero y pasajero lo observaban satisfechos por haber cumplido con una obligación moral, bíblica.
Justamente en ese momento, por el portón de la calle se asomó la señora, cambiada de ropa, visiblemente refrescada, invitando al viejo cochero a un vaso de jugo de naranja bien helado antes de montar el carruaje y proseguir con sus idas y venidas a la estación. Don Jorge amagó un gesto de resistencia pero la sola idea de volver al resplandor del sol lo hizo ceder. Pidiendo permisos y disculpas, al tiempo que secaba con su pañuelo las gruesas gotas de transpiración que resbalaban por su frente se dejó conducir al interior de la casa.
La bebida helada compensaba apenas la sensación de sofoco de aquel día de verano. La ventana estaba abierta de par en par. Sólo una muy leve brisa caliente penetraba en la habitación.
De repente, muy a lo lejos, en un cielo despejado, comenzó a dibujarse tenuemente algo parecido a la figura de un pájaro.. El aire caliente, elevándose desde la tierra desfiguraba por momentos aquella visión haciendo aún más confusa su identificación.Un avión muy lejano. Un pájaro desafiando el calor. Un barrilete remontado por un niño. Lo que fuere que hubiera sido parecía acercarse a gran velocidad. Cuanto más cerca se lo veía más se lo notaba dirigiéndose directamente hacia la ventana abierta. Ya no había duda, era un enorme pájaro acercándose como en picada hacia ellos. Tal era su velocidad y lo sorpresivo de su aparición que no les dió tiempo para cerrar la ventana.
Con las alas abiertas sus dimensiones eran descomunales y no habría podido entrar por la ventana pero a último momento, emitió un horrible alarido, un rugido aterrador, como llegado desde otra dimensión y cuando parecía que se estrellaría contra los postigos, cerró las alas y penentró limpiamente, como una flecha certera. Con un rápido movimiento de sus alas se detuvo casi instantáneamente y aterrizando sin ninguna elegancia se posó sobre la mesa del comedor con suficiente precisión y delicadeza como para no tirar la jarra con el refresco y las copas que estaban sobre ella.
Su figura era impresionante. Un cuero rugoso de vivos colores, rojo por delante y verde-azulado por detrás cubría su cráneo sin plumas dándole a sus ojos una expresión terrible. Las plumas desprolijas de todo su cuerpo dejaban al descubierto al final de las alas unas enormes, temibles garras negras que movía ahora con cierta torpeza.
– ¡Viroflay…! ¿Eres tú, Viroflay? – Los ojos de Don Jorge se nublaron con lágrimas de alegría al tiempo que Viroflay, el Pterodáctilo, cerrando parcialmente el tercer párpado entornaba los ojos mientras emitía un mimoso ronroneo. Apoyó dulcemente su cabeza contra el pecho de Doncorque que no dejaba de acariciarlo con amor.
Desde aquel día de intenso calor los vecinos de la villa volvieron a encontrarse para discutir y calcular, no sin cierta imprecisión, la verdadera edad del cochero…
Fernando Rusquellas
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