Vuelos cortos. Por Salvatore Branchina

Lo que quiero contar es la historia de un martillo de acero con mango recubierto de piel, llamado Marti.
Su dueño no podía ser otro que Pedro, el carpintero del pueblo. El único carpintero. El que se reunía en la única taberna del pueblo y, allí con los amigos, contaba mil batallas que libró a lo largo de su vida blandiendo su fiel arma, contra miles de tablas de madera.

Un día contaba como su hijo le regaló por sus cumpleaños uno de esos cinturones de piel que los carpinteros llevan a la cintura y que tiene una trabilla para el martillo y una pequeña bolsa para los clavos. Pedro lo llevaba siempre puesto, como si fuese un centurión de una legión romana. Creo que tuvo hasta un disgusto con su mujer, porque incluso quería dormir con él. Pero un día, no se sabe cómo, el cinturón desapareció. Menudo disgusto se llevó Pedro, que tuvo que resignarse y volver al viejo sistema.
Pero ya entrado en años lo primero que empezó a fallarle fue la memoria y siempre le pasaba lo mismo. Cada vez que tenia que reparar el tejado de algún cliente, después de prepararlo todo y haberse subido hasta lo más alto, era cuando se daba cuenta que se había olvidado su preciosa herramienta. Así que, cuando por fin conseguía tenerlo todo, ya estaba agotado. Fue por eso que pensó en darle solución a este engorroso problema. Le habían hablado de un hombre que vivía en el pueblo de al lado, que se dedicaba a enseñar a volar a los martillos.
Cualquiera se hubiera reído del tema, cualquiera menos Pedro. Le pareció una idea excelente así que, ni corto ni perezoso se encaminó hacia el aeródromo martillero.
Allí aguardaba un hombre muy peculiar y hasta divertido. Parecía sacado de esos cuentos de guerra, muy anticuado con gorro de piel y gafas de plástico y hasta tenía un pequeño avión, que más bien parecía una jaula para perros. Bueno, pues allí dejó al estudiante, y se encaminó hacia su casa.

Para nuestra herramienta, fue un entrenamiento muy duro, y no era para menos. Había nacido para enfrentarse a cualquier tipo de clavo, con su cabeza y no para imitar a los pájaros. A punto estuvo de dejarlo. Cada vez que lo subían al andamio de prueba y le pegaban la patada de rigor, su destino era siempre el mismo, de cabeza contra el suelo. Así un día y otro.
Cuatro meses tardó en aprender los primeros movimientos, pero por fin consiguió acabar el curso y conseguir el diploma. Entonces, para Pedro, llego el día más feliz de su vida y fue a recogerlo, como el que va a recoger a su hijo el primer día de cole y juntos se fueron hasta casa.
Estaba tan impaciente por probarlo que nada más amanecer se levantó y se fue hacia su trabajo. Esta vez no se le olvidó subir el martillo, sino que lo dejó abajo a propósito y cuando subió el último peldaño le llamó.
Tal y como un reactor, el martillo arrancó sus motores y despegó del suelo. Pedro, estaba preparado con la mano abierta, para agarrarlo, pero se quedó de piedra cuando vio que se pasaba y que su mano se quedaba vacía.
Media hora tardó en aterrizar ya cansado de dar tantas vueltas. ¡Por fin Pedro pudo cogerlo!, y cuando lo tuvo en sus manos, lo miró y le dijo: “Tenía que haberte llevado a una escuela, en la que te enseñasen sólo vuelos cortos”.

Salvatore Branchina

Un comentario:

  1. Huy, esta historia está muy chula. Me ha recordado a un amigo que anda siempre de guardia con su trabajo. No sé si con martillos o con vuelos, pero parece Superman, porque lo arregla todo. Y trabaja los domingos…

    Enhorabuena. Una historia original. Algunos martillos son tremendos ¿no?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *