El éxito
Había tenido siempre una idea compositiva y fragmentaria de su vida. Su disciplinada y preparatoria infancia, su adolescencia hecha a la medida de una jovencita preparada desde niña para ser exitosa, su madurez profesional asentada en sus tres pilares fundamentales: seriedad, rectitud y trabajo duro. Trabajo que le había valido para romper ese anhelado techo de cristal. Todo sumamente ordenado y previsible. Nada accidental o sujeto arbitrariamente al azar. Todo aquello que fuera susceptible de resultar desprogramado, desconocido o caprichoso, lo rechazaba sin más miramientos por parecerle una cuestión de lo más risible.
En lo personal, la cosa cambiaba y no me refiero al hecho de que no tenía una vida personal programada y ordenada, en sí ella era, en todos los sentidos, el orden personificado. Me refiero a la interiorizada y equivocada idea de que su éxito laboral compensaría otros vacíos. Para no sentirse imbuida por el silencio y el aburrimiento, sobre todo en la época estival, sinónimo de vacaciones, seguiría acudiendo a los simposios anuales. Ya había recibido la atenta y esperada invitación de la Clínica Universitaria; eso sí, esta vez era de obligado cumplimiento llevar acompañante lo que le ponía en una difícil tesitura. Se corría el rumor, bastante constatado entre sus subordinados, que le iban a otorgar el Premio a la Excelencia Médica en el Trabajo. Pero no podría acudir ella sola.
Pensó en seguida en opciones que iba celosamente descartando. Su tía estaba en Bali. Su madre pasaba el verano en un balneario de Biarritz. Su hermano acababa de ser papá y bebía los vientos por su bebé. Y para de contar. Su mente no vislumbraba más opciones. Tendría que ser realista. Acudiría más sola que la sombra que deja un ciprés alargado en un cementerio. Al fin y al cabo, pensaba, como bien solía asegurarle su padre, siempre que una mujer vuela alto, tiene más pronto o más tarde, un precio que pagar. Leería el discurso de bienvenida repasado hasta la saciedad, recibiría el homenaje más importante que siempre es el que te hacen en vida, recogería el ansiado premio y escucharía los merecidísimos aplausos de todos los desconocidos que llenaban la sala. Y sin embargo, no podría dar las gracias a nadie que le resultase aunque sea un poquito cercano. No podría compartirlo como la ocasión bien merecía. No aceptaría, de un tiempo a esta parte, la imposición paterna de pagar un peaje tan elevado por hacer lo que siempre le había gustado: trabajar. Como La Paloma del poema de Alberti, su padre también se equivocaba. Él nunca creyó que sería paloma en el mar. Que si los amigos, unos farsantes. Que si el éxito laboral de su hija, su propio dorado. Se equivocó la paloma. Se equivocaba. Él descansaba en su tumba. Ella viviría en «su cima» o en la cumbre de una rama alta a punto de caer al suelo.
USUE MENDAZA