El paraíso de la mala educación.
A poco que llegue el tren a la estación, me encuentro sentado a la espera de partir. Su salida se ha retrasado unos minutos y no me queda más remedio que quedarme en el zaguán hasta la hora de embarque. Allí resulta molestoso el ruido de pasajeros que regresan de sus viajes, o de aquellos otros que vienen y van con sus maletas cruzando el hall de la estación, incluso las prisas de algunos de ellos son contagiosas entre quienes se apresuran a un nuevo viaje y los que regresan del suyo. Además, el abrir y cerrar de puertas del edificio ferrovial empieza a inquietarme un poco hasta el punto de estresarme. En cualquier caso, permanezco allí hasta tomar mi tren.
Durante un momento, observo cómo una pasajera, una mujer de mediana edad, que acaba de llegar a la estación un poco desorientada, acude al punto de información porque no tiene claro el tren en el que ha de montarse y cuál es su hora de salida. La susodicha se comporta de una manera sobresaltada y empieza a refunfuñar por lo bajini. Muy amablemente, la recepcionista de la estación —una empleada de Adif— atiende a la petición de esta señora, que, por lo visto, algo confusa, no encuentra el modo exacto de expresarse, quizás por sus escasas habilidades comunicativas, por su rudeza o su avinagrado carácter no termina de tranquilizarse, y proyecta su frustración contra la trabajadora de Adif. Es evidente que la señora no tiene claro el tipo de información que solicita y tampoco sabe con exactitud lo que desea consultar.
A mi juicio, esto denota una podredumbre en su dicción, y también en la nitidez de las ideas que se traducen en un acto comunicativo. Ocurre en varias ocasiones en las que la gente no sabe expresarse de un modo claro y directo; y en el caso de esta señora, deduzco que se enfrentará habitualmente con mucha dificultad, en su día a día, para realizar una consulta, por ejemplo, en una Administración Pública, o a la hora de preguntar algo cuando vaya a un banco para realizar un mero trámite en la ventanilla de atención al usuario. El problema no es tanto ése, sino que esta señora se ufane cuando no sepa expresarse de una manera que se le haga de entender. Montará en cólera y, lo más probable, es que su enojo lo pague con la persona que tenga que tratar con ella.
En tales circunstancias, quienes trabajan de cara al público o atienden a la ciudadanía, comprobarán de facto la falta de modales, el desabrido trato o la mala educación de una buena parte de la sociedad. Este tipo de trabajos, como lo son en el sector de la hostelería, el de la Administración, en el transporte público y la atención sanitaria —por citar sólo algunos ejemplos— representan el testimonio de cómo somos y cómo nos comportamos, en función de nuestros modales, a veces, hoscos; a veces, apáticos; otras tantas, desagradecidos; y en la mayoría de casos, intransigentes. Somos un país muy maleducado, en términos generales; en esto aguarda relación las nefastas políticas educativas o la simpleza de los planes de estudios que sólo se limitan a fundir contenidos e información en las mentes de los alumnos, pero no fecundan el raciocinio. No digamos ya el culto por el intelecto y el conocimiento.
Desde hace cuarenta años, España ha tenido nueve leyes educativas que han resultado ser ineficaces en la mejora cívica y social. Los gobiernos que se han asentado en el poder estatal, han promulgado de una manera pésima tantas leyes educativas como se les ha antojado, sin una praxis sólida, sin contar con el criterio de expertos, o las aportaciones que puedan ofrecer intelectuales, artistas, científicos, colectivos empresariales y del mundo académico, como también —y no menos importante—, las propuestas de los docentes y de toda la comunidad educativa. Voces, en definitiva, que pueden aportar un enriquecimiento en la práctica curricular. Pero todas estas voces tienen —y han tenido— escaso protagonismo a la hora de confeccionar una ley educativa. ¿Por qué un gobierno es el principal responsable de determinar cuál es el fundamento de un sistema educativo? ¿En base a qué criterio un ministro de educación, o un Secretario de Estado en la materia, osan configurar una ley educativa sin la más mínima idea de lo que se cuece en las aulas? ¿Cómo es posible que una ley educativa se diseñe en un despacho de espaldas a la realidad social, cultural, laboral y económica de un país como España?
Es evidente que todo eso responde a pretensiones ideológicas. De modo que a los gobiernos centrales les ha interesado bien poco la mejora y la calidad del sistema educativo; más bien al contrario: como un conducto para encauzar sus convencionalismos políticos u orientar las conductas de los alumnos, como ciudadanos de un futuro, a fines económicos, laborales y doctrinarios. En otro sentido, puede medirse —cualitativamente— la calidad de un modelo educativo por el tipo de profesores que desempeñan su labor; es decir, docentes rigurosamente formados para afrontar su trabajo. También por la cantidad de recursos económicos destinados en los Presupuestos Generales del Estado a la mejora de los planes de enseñanza. De igual manera la calidad del sistema educativo reside en el fomento de la creatividad y el talento de los alumnos, o por el enfoque resolutivo y pragmático de los currículums que capaciten a éstos a ser ciudadanos críticos, con curiosidad por aprender y, sobre todo, capaces de construir su escala de valores para afrontar la vida. No menos importancia de lo anterior es el potencial que tienen las escuelas para dar respuestas a las problemáticas sociales, laborales, políticas y económicas… Pero todo esto se queda en agua de borrajas.
España, un país que en sus años fecundantes y hegemónicos poco tenía que envidiarle a Europa y al resto del mundo, es hoy un paraíso del cinismo, de frivolidad y mala educación. Y lo es por muchos motivos: la mentalidad española en la actualidad se caracteriza por su rudeza, por su fácil manipulación por sesgos ideológicos sin tener un criterio propio de la realidad. La arquitectura social queda modelada por las tendencias que arbitran las redes sociales, los clichés y la ramplonería mediática; y el agravante que refleja nuestra pordiosera educación se aprecia en el comportamiento exabrupto y ridículo que mostramos a nivel social, donde buena parte de la gente pierde los modales con bastante sencillez. Obviamente, todo esto puede arreglarse con una buena educación, creada, primero, en el seno de la familia, y, segundo, en las escuelas. Puede decirse lo mismo respecto a la fragilidad de los valores democráticos y la convivencia tan fragmentada en los tiempos recientes, cuya solución yo creo que no estriba tanto en la política sino en la educación; lo que viene a ser un medicamento para fortalecer la democracia. Además, el mapa español se encuadra en una España singular dentro de muchas Españas, por eso somos tan distintos y tan iguales a nivel nacional e individual; cosa que, por otro lado, nos enriquece culturalmente. Pero hay algo común, sin duda: la cerrilidad, los prejuicios, la envidia, el cainismo, la vulgaridad y la descortesía social. Todo esto es algo subsanable cuando, al menos, se goza de una buena educación que nos haga menos bárbaros en el sentido humano, y no tan frívolos, ásperos o desconsiderados con nuestros vecinos.
A veces tengo la sensación que en España se le trata mejor a la persona que proviene de fuera, al extranjero, con mejor atención y mejor benevolencia de la que podemos tener para con nosotros mismos; cuán crueles somos los españoles los unos con los otros, y lo bienintencionados que nos mostramos con la persona que es ajena a nuestra cultura. Esto no es algo con tintes racistas, ni mucho menos, sino, sencillamente, una cuestión de modales y de valores cívicos. Esos mismos modales y valores sobre los que asentamos los pilares de nuestras vidas para evolucionar a nivel social y personal, sin que seamos el paraíso de la mala educación. Porque la educación siempre ha sido prioritaria para construir un Estado democrático que apueste por el futuro y la buena convivencia de todos sus ciudadanos.
Luis Javier Fernández