El valor de las cosas
El valor que damos a las cosas depende mucho de la distancia emocional que nos separa de ellas. Y me explico. No es lo mismo, por poner el caso, una historia que hemos escrito sobre nosotras mismas y en la que nos hemos involucrado ciegamente, que una de las tantas historias navideñas que te mandan sin ton ni son por wasap. Probablemente si invertimos la ecuación, la historia en la que nos hemos dejado la piel y también el alma, (por ejemplo un documental del que hace unos minutos hemos twiteado) le trae sin cuidado a aquel que, habiendo encendido su ordenador, es bombardeado por tantos y tantos retweets que disipan su atención de tal forma que es imposible que focalice su concentración o que valore la información en su justa medida.
El valor de las cosas también depende de la cantidad. Hay una regla de tres que nunca falla. A mayor cantidad de información, menos valiosa se vuelve. Y como con la información, pasa con millares de elementos cotidianos con los que nos rodea este capitalismo tiránico y lobezno.
Imagínense que entran en una perfumería. Con la tremenda oferta de perfumes y marcas en los estantes, una no sabe si el más caro es el que mejor huele, si el que me ofrece la dependienta de turno (que ya me ha desnudado con la mirada) es el que mejor se ajusta a mis posibilidades económicas, o si por contra estoy siendo manipulada con la publicidad subliminal que mueve todo este multimillonario negocio. Y lo peor aún, no sabes si el perfume escogido le hará ilusión a la persona a la que va destinado.
Y más de lo mismo. Porque como con los perfumes, pasa como con los bolsos, como con las corbatas , como con los collares, los anillos o los pendientes, como con las camisas o como con cualquier objeto “de valor”.
Por otro lado, el valor no sólo depende de lo emocionalmente involucrados que estemos con el elemento en cuestión sino que radica también y mucho, en parámetros tan sustanciales como lo son el precio (¿a mayor coste, más valor?), la cantidad o número de repeticiones con las que aparece y la calidad porque no es lo mismo, y hasta ahí todos estaremos de acuerdo, un abrigo de visón que uno de piel de imitación. O sí?.
Pero ¿quién establece el valor de las cosas?. ¿El mercado?. ¿La ley de la oferta y de la demanda?. ¿El suelo?. ¿El margen de maniobra?. ¿Cuál es el estrecho margen que nos queda a nosotros como consumidores, para analizar y valorar?.
Vivimos tiempos de saturación. Y estamos tan saturados de cosas, que ni siquiera apreciamos las que merecen ser apreciadas como tales. Ya lo decía aquel sabio, muy sabio, que “las cosas que no cuestan nada, son las que nos hacen más felices”. Muchos de vosotros, pensaréis que el sabio no lo es tanto y que decía una gran falacia que os cuesta digerir porque hoy todo conlleva un peaje. Mas… no es menos cierto que todo lo dejamos aquí y que la memoria no va a recordar el perfume o la corbata que nos pusimos aquel u otro día. Mas todo lo contrario. ¿Cuánto vale respirar? Y la salud? Y la memoria?. Me pregunto.
USUE MENDAZA