La Lentitud de Beethoven
Con el Concierto para Piano Nº 5 – II Adagio nos deja el gran Ludwig Van Beethoven, sin duda uno de los mejores compositores por su incomparable e inabarcable legado musical, LA ÚLTIMA composición de su vida. La última. El último alarde del genio. La ultimísima nota acariciada.
Si nos fuéramos adentrando en su Adagio un poco mosso (lento), como lo haría un espectador de un oído finísimo y una sensibilidad más que dispuesta, escucharíamos un sonido armoniosamente pausado, una lentitud para todos excesivamente ajena (por desgracia) .
De igual forma, el espectador disfrutará de la indeleble pasión inventiva de un compositor muy exigente, demasiado exigente, que nada da por válido o que nada dispone al servicio del azar. Los cambios de ritmos o de tonalidad, la elección de la armonía precisa y del color de la Música no están dispuestos en la partitura de forma arbitraria. La posición de una nota al lado de otra, escogidas con conocimiento de causa, forman un contrapunto (tan generoso como efectista). El contrapunto no deja de ser el cambio de ritmo, inteligente, que provoca que alguien se revuelva en el asiento al erizársele el bello o que se le turbe el alma aunque de placer.
En el intermezzo, el público podrá escuchar cómo la orquestación, que sigue el compás un poco mosso, prepara alfombra e introduce la delicada nota que inaugura la entrada del pianista, como cuando se engalana una Iglesia y están dispuestos ya en pie los invitados convenientemente preparados para la llegada triunfal de una novia ilusionada. El icónico lirismo de un Beethoven más que experimentado, del Beethoven consciente de estar viviendo los últimos años de su vida, (recordemos que dedicaría su Adagio a su querido protector y pupilo, Rodolfo de Austria) bien podría encontrar su paralelismo con un traje blanco e inmaculado que vistiera un cuerpo de mujer dispuesta a celebrar la vida, a decir, me quiere o no me quiere, y a gritar “¡¡¡me quiere!!!”. La pareja de novios, como dos corcheas y una semicorchea que se encuentran, se darían la mano. Y entonces, cuando llegase el turno de la fiel promesa, resonaría el allegro andante y todo cobraría su más hondo sentido. Los invitados se enternecerían con el beso, al mismo tiempo que al espectador de nuestro “Emperador” se le encogería fugazmente el alma como una pluma se desprende de su cuerpo.
Eso tiene la música del genial Beethoven. Que todo lo provoca. Que todo lo enciende. Que todo lo incita. No hace falta preguntarse qué significa su música. Sólo dejémonos llevar por su último broche de oro: su Adagio un poco mosso. Un poco lento. Así lo hubiese querido. Así nos lo dejó escrito.
USUE MENDAZA