La pregunta de Morella
El sol había salido más temprano que de costumbre, el barro se secó y mi sonrisa floreció. Así, sin pedir permiso.
No era un sábado más de los que iba a Virgen del Rosario a hacer rodar las palabras, junto con la pelota. Ese día, como tantos otros, sin darme cuenta aprendí algo para siempre.
Años leyéndoles a los chicos, o ayudándolos a hacer la tarea, y nunca pude sostenerles la mirada demasiado tiempo. Lo digo con vergüenza, con temor, y también con algo de dolor.
En ese entonces Morella tenía diez años, pelo largo hasta los hombros, negro como el pizarrón más nuevo. Y cuando se reía se le hacían dos pocitos capaces de retener varias lágrimas, o de albergar a cualquiera que quisiera nadar en calma.
Yo iba todos los sábados para que leyéramos juntos y llevaba caramelos. Ella nunca los quería porque decía que le hacían mal a los dientes. La verdad, siempre fue muy inquieta, nunca se quedaba con dudas. Y que una nena de diez años se resista ante la tentación de una bolsa de caramelos era extraño.
Esa mañana en la que el sol había decidido, sin avisar, salir más temprano, ella se quedó a mi lado. Habíamos terminado la lectura y todos habían salido disparados corriendo y empujándose a sus casas; como cuando salían de la escuela. Bueno, todos no, ella se quedó sentada conmigo.
Si bien la compañía era realmente hermosa y yo la disfrutaba cada vez, me puse un poco nerviosa y tenía razón en estarlo.
«Seño, ¿por qué mirás siempre para abajo cuando no nos estás hablando?» Por un momento se me cortó la respiración y el corazón me empezó a crecer, pensé que se me iba a salir del pecho. Estuve cinco segundos sin poder contestarle, pero sosteniéndole la mirada. Y entendí en menos de un minuto un montón de cosas.
Bajaba la mirada porque sentía que tenía que darles explicaciones de por qué la vida había sido tan injusta con ellos. Sentía todo el tiempo que les debía mucho y que nada de lo que hiciera bastaría para salvarlos. Sentía que mi abrazo nunca iba a alcanzar para protegerlos y eso me daba mucho miedo. Por eso miraba para abajo, para que no se les ocurriese preguntarme algo de la vida porque yo no sabía nada. No por lo menos hasta ese momento.
Claro que no podía responderle todo eso que había pensado, así que le agarré la mano y le dije que no me había dado cuenta, pero le prometí no volver a hacerlo. Ella me respondió con una sonrisa: «Mejor si no parece siempre triste».
¡Qué egoísta! Estuve muy cerca de borrarle la sonrisa a Morella.
Miguela
Precioso texto, Miguela, tratado con delicadeza. Nunca deberían borrarse, por ningún motivo, las sonrisas de los niños.
Un abrazo grande.