Bernardo, nuestro matrimonio es una mierda porque no tuvimos hijos, ni ganas de amarnos, ni tuvimos estímulos comunicativos porque la mayor parte del tiempo estuvimos sin hablarnos. Sólo hacemos algo juntos con mucha frecuencia: enchufarnos a la tele para solazarnos en esa falta absoluta de poesía y detenernos frente a la pantalla a pura carcajada, imagen a imagen y semana tras semana. De hecho, nos gusta sobremanera agotarnos frente a esos paisajes desolados de la existencia para caer después extenuados sobre la cama. Si al menos hubiésemos formado una familia, si al menos hubiésemos sentido amor libresco, si al menos nos hubiésemos tirado desde un puente de París, pero, para desconsuelo de propios y extraños, jamás hemos salido de nuestro pueblo de mierda, de la humilde casa en la que vivimos, de nuestra modesta habitación donde se enmohece la madera y el cerebro se vuelve resina; ni se nos ha pasado por la cabeza estudiar a qué sabe un ladrillo, un oasis, una iglesia, o a qué un miserable palmo del terreno; ni siquiera pretendemos instruirnos en el aprendizaje de a quiénes recuerdan las losas de los monasterios o las antiguas lápidas de los cementerios; ni qué sentir ante un cuadro de Goya o ante un museo entero; tampoco nos aplicamos del mismo modo en el que cualquier familia de nuestro siglo cepilla su tedio frente al espejo, porque nuestra tarea sublime es mantener nuestra esencia pegada a las paredes de nuestra casa, paredes vacías de numen creativo pero rebosantes de paja pura. Como muertos en vida. Aunque es de rigor reconocer, llegado este momento, que el verdadero culpable de nuestro triste matrimonio se debe al encuentro que tuvimos siendo niños, pues debió ser ya por aquel entonces, en los cálidos días de la niñez, cuando yo sostuve arrebolada tus manos y en ese instante en el que nos miramos directamente a los ojos brotó en ti como por ensalmo una admiración, “jo, qué buena estás”, por lo que hechizados ambos dos por tal candorosa percepción que nos obnubiló los sentidos nos quedamos sin crecer lo más mínimo. Y nos casamos. De ahí surge la necesidad imperiosa de contar una historia natural de bucólico recuerdo, como ésta: “Estamos en el año dos mil nueve después de Cristo. Y tú eres un completo anormal, Bernardo: un asesino del amor que mata de forma cruel y despiadada. Y yo soy tu víctima.”
Paquita
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