¡Odio este calor! Si hace un rato estaba congelada, apenas podía gesticular, tenía la cara tensa, estirada, como si se me hubiera olvidado aclararme los restos de la mascarilla, la sonrisa petrificada y dos estalactitas colgando de los orificios de mi nariz, los pies helados ¡cómo echaba de menos mis calcetines de lana!
Y, de repente, este sofocón. Algo extraño debe de haber ocurrido, alguna avería en el aire acondicionado o lo han puesto en modo calefacción sin darse cuenta; tengo que avisar al técnico para que lo miren, ¡esto no hay quien lo aguante…! Porque ¿en qué mes estamos? Mi alhzeimer avanza peligrosamente, tengo que volver al neurólogo, aunque ya sé lo que me va a decir, no hay marcha atrás; con la memoria que yo tenía, que podía decirte la lista de los reyes godos del derecho y del revés y ahora no recuerdo ni mi nombre; yo creo que estamos en agosto, será la segunda quincena, estos cambios tan bruscos de temperatura son propios del final del verano, además recuerdo que hace poco que fue mi cumpleaños y cuando era niña siempre lo celebrábamos en la playa. ¡Qué triste hacerse vieja!
Si, por lo menos, pudiera alcanzar mi abanico, pero ni siquiera sé dónde puse el bolso… necesito beber un poco de agua.
¡Qué exageración! Esto no es normal, ya no es pasar calor, esto es morirse… empiezo a oler a chamusquina, ¿se me nubla la vista o el cuarto se está llenando de humo?… ahora me viene a la cabeza la película esa de Paul Newman, la del incendio en el rascacielos… ¡Dios, qué rabia! tampoco soy capaz de recordar el título, pero era tan agobiante, hasta puedo ver las llamas…me estoy obsesionando.
Será mejor que me relaje e intente descansar.
– En tres o cuatro horas pueden pasar a recoger sus cenizas – dijo amablemente el empleado de la funeraria.