No quieres despertarme. En silencio, vas recogiendo tus cosas, te vas vistiendo lentamente, como queriendo dar a entender que no tienes prisa por volver a una vida que te ha desfigurado por completo. Una vida, mala vida de arrabal, a la que llegaste muy joven tras haberte saltado la infancia que toda niña debe tener.
Yo sigo dormido al otro lado de la cama. En realidad, me dormí enseguida, tras haber vertido en tu cuerpo abandonado mi esencia y el ímpetu de una vida dedicada al trabajo duro, también desde muy joven.
Creo recordar que me dijiste que tenías tres hijos a los que cuidaba su abuela mientras te dedicabas a ganar algún dinero para llevar al hogar; que el padre de esas criaturas murió en la cárcel, donde dio a parar tras haberse dedicado plenamente no sólo a machacarte, sino también a traficar con estupefacientes llevándose consigo al mayor de tus hijos… Sí, me lo contaste mientras viajábamos, fundidos en un solo cuerpo, lejos de la habitación del hotelucho al que me trajiste.
Yo apenas te conté mi vida. Tampoco da para mucho, la verdad… Y creo que no llegamos siquiera a decirnos nuestros nombres. Aunque eso ya es lo de menos. Con mirarnos a los ojos, sabíamos que la fragilidad de cada uno era una constante que se volvería a dar en el instante en que repitiéramos en algún otro encuentro furtivo. Otro de tantos…
Ahora, mientras la luz del amanecer se filtra a través de la persiana de nuestra habitación, tras haberte vestido, respiras el aroma de las caricias y los besos que te di horas antes. Y asientes tristemente con la mirada. Todos olemos igual, piensas. Todos llevamos el mismo aroma de fracaso impregnado en nuestra piel.
Te levantas de la cama, me tapas con la sábana para cubrir mi cuerpo desnudo, y tras una última mirada, recoges el dinero que te dejé sobre la mesita de noche. Lo guardas celosamente en tu bolsa de aseo y sales de la habitación sin hacer ruido. Con esa misma intensidad con que las que son como tú, caminan por la vida.
Su mala vida de arrabal.
© Isidro R. Ayestarán, 2007
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