Circo. Por María

Llego al quirófano en una camilla que ha ido traqueteando por los pasillos y que amenazaba descomponerse del todo al entrar en los ascensores.

La empujan con prisa hasta ponerla paralela a la mesa de operaciones y me preguntan si puedo pasarme sola o si necesito ayuda: me traslado sola queriendo disimular los temblores.

Esto está lleno de gente enmascarada que no veo bien, porque unos focos que arden como estrellas me ciegan al momento. Me tumbo como me indican, se me acercan, sólo veo de ellos ojos de mirada profesionalmente simpática; saben que tengo miedo y me hablan en voz cálida, todos a la vez: “no te dejes impresionar por todo esto”, “ya mismo acabamos, antes de que te enteres estás en la habitación”, “venga, relájate y disfruta”, “coloca la cabeza aquí”, “deja el brazo quieto que te tengo que coger una vía”…

“Ahora te vas a ir durmiendo, cuéntanos algo, el nombre de tus hijos” y empiezo: Pedro, Miguel, Am…y no sigo porque noto que empiezo a despegarme de la mesa y me agarro fuerte a los lados.

Estoy en un trapecio cogida de las cuerdas laterales y me balanceo dando un larguísimo vaivén de un extremo al otro de la carpa; estoy tranquila con mi equilibrio y no tengo miedo a la altura y al vacío, al contrario, me siento cómoda y ligera, así que me suelto y abro los brazos en cruz, y levanto un pie de la barra y estiro la pierna, y estoy feliz columpiándome sobre un solo pié y suelta de manos, cortando el aire. Entonces el trapecio cambia bruscamente el sentido del movimiento, pierde su anterior trayectoria y yo empiezo a vacilar, miro para todos lados y no veo nada, sólo las cuerdas del trapecio y un agujero negro alrededor.

-¿Qué pasa con la anestesia? Esta mujer no para de estremecerse, aumenta la dosis.

Un segundo en vilo y pierdo pie: caigo tranquilamente pensando que me parará la red, pero sigo cayendo y cayendo y no hay red que me sujete.

– Controladme esa tensión, que está por los suelos, hay que subirla antes de seguir.

Aparece el jefe de pista vestido de lentejuelas desde el gorro hasta las babuchas, y tocando unos platillos estridentes anuncia mi llegada al suelo entre un redoble de tambores y entonces yo, finalmente, me estrello sobre la pista.

– Alúmbrame bien la zona, acerca ese foco, rápido.

Salen por distintas puertas unos payasos sonrientes, con grandes escobas de colores chillones: verdes, azules, naranjas, amarillas…y empiezan a barrer los pedazos, mis pedazos, que ahora son bolas de papel que revolotean en el torbellino de los escobones.

– Aspira aquí que con tanta sangre no veo nada. Aparta las gasas manchadas, mete compresas limpias.

Los payasos, con sus bocas pintadas de risa, barren de la pista las bolas de papel, que se colorean al contacto con las escobas. Oigo las carcajadas de los espectadores y sus silbidos de admiración desde la oscuridad de las gradas.

– Bien bien bien, parece que remonta, seguidle metiendo suero a chorros.

Las bolas de papel se inflan y redondean y se convierten en globos que empiezan a subir de nuevo al trapecio; los payasos tratan de alcanzarlos con las escobas, dando saltos por la pista jaleados por gritos y palmas y por los aspavientos del jefe de ceremonias, con su vestido destellante.

– A ver si cerráis deprisita, que la quiero ir despertando ya…

El jefe de la pista anima a los payasos a que desinflen los globos para que bajen; las escobas se alargan y me alcanzan y me pinchan con sus filamentos duros.

– No sé porqué no respira ¿cómo se llama esta mujer?…venga, respira joder que puedes hacerlo…carga un bolo de Urbasón y pónselo, a ver si se anima.

“Respira, respira…” oigo desde lo alto de la carpa, y el jefe de pista envuelto en luces golpea con suavidad el globo de mi cara.

María

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