Sus pasos afelpados me siguen por la casa.
Se oculta tras la aspidistra del pasillo o bajo el vuelo de la cortina, siempre alerta.
Me salta al codo cuando paso cerca de la mesa del comedor, y a los bajos del pantalón si está de guardia detrás de la puerta del salón. Yo simulo siempre un sobresalto y él se aferra fieramente al dobladillo duro de los vaqueros y mordisquea, gozoso y triunfador, alrededor de los tobillos protegidos.
Aúlla más que maúlla, desde el brazo del sofá donde dormita, mirando el paso de abejarucos por la ventana, y caza con deliciosa elasticidad el simulacro de pájaro de plumas azules que lanzo al aire.
Mirándolo vivir, quedo plenamente convencida de que la imaginación no es patrimonio exclusivo de la humanidad.
Soledad