De pájaros. Por Dorotea Fulde Benke

Sentado en el escalón más alto de la escalera de caracol que llevaba a la plataforma de la torre, el enano abría su boca de gruesos labios como un pez agonizante, y solo la cerraba para tragar con prisas la saliva acumulada. Jadeando ruidosamente miró con ojos acuosos al amigo que se había acomodado algo más abajo.
—¡Cómo te gusta crear falsas perspectivas! —dijo entre toses—. Como si yo no estuviera acostumbrado a mirar hacia arriba…
El amigo no respondió en seguida. La subida a la torre le había cansado menos que la negación del otro a dejarse ayudar; oír su respiración trabajosa, observar el esfuerzo de sus piernas cortas le había crispado. Hubiera querido mantener silencio, pero sabía que era preferible contestar.
—Entonces, ¿a eso hemos subido? —preguntó con suave ironía—. ¿A mirar hacia arriba?
—¿Te burlas?
Los ojos del enano centellaron, pero la calma que encontró en la mirada del amigo disipó la tensión. Se puso de pie y superó con dificultad el último escalón. La balaustrada que rodeaba la plataforma dejaba huecos más que suficientes para que él mirase a través. El amigo le siguió y ambos –con la inalterable diferencia en altura que había entre ellos— observaron en silencio la campiña otoñal atravesada por un par de arroyos, los montes que a lo lejos abrazaban el valle y el cielo que, como telón de fondo azul, ofrecía su mar difuminado a las bandadas de pájaros.
—¿Te fijas? —preguntó el enano—. En esta época del año los pájaros más que otra cosa parecen bancos de diminutos peces negros.
Y acercó su cara sudorosa a la separación entre dos columnas para sentir la brisa en la que flotaban tordos, gorriones y golondrinas. El amigo, sin embargo, se dio la vuelta y se sentó en el suelo a su lado apoyando la espalda contra la balaustrada. Cerró los ojos y juntó las puntas de sus dedos. Esperó.
—Salpican el cielo como las semillas lanzadas al viento cuando sembramos las eras en primavera. Se esparcen en el aire y no hay voluntad común que dirija sus cuerpos, sus alas, sus picos, borrosos por el movimiento y la distancia. Pero de pronto, pasa por ellos una onda de entendimiento, y se posicionan: el enjambre se convierte en formación. Avanzan, doblan y regresan, bajan y suben al unísono. Vuelan con orden, en línea, en filas. Cualquier día van a emprender el viaje.
Seducido por la voz del otro, aún entrecortada y forzada, el amigo dejó de percibir la dureza del empedrado; ya no sentía el roce del respaldo: él también echó a volar; ascendiendo sin peso, impulsado por un soplo de viento; descendiendo en picado. Batió sus alas al compás de los que volaban a su lado; fue parte de la marea, miembro de la bancada. Oteó la pequeñez de los seres que se movían por el campo, y su corazón latió veloz pero sin cansarse por las acrobacias y giros en el aire. Cuando todos viraron hacia la derecha, él, con ellos, como uno más, y ahora…
—¡Mira, mira! —gritó el enano—. Un aguilucho. Las golondrinas rompen filas. Huyen, se dispersan… ¡Ay, granuja, has cogido una avecilla y te la llevas!
El amigo sintió pasar por su lado la sombra del ave de presa. Sabía que espacio, tiempo y dimensión le protegían del ataque, pero aún así se agarró a ciegas al brazo del enano para asegurarse de que se encontraba a salvo y en la plataforma de la torre. Este le miró entre sorprendido y complacido por el gesto; luego percibió su perturbación y continuó hablando para sosegarlo:
—Ya me dirás cómo resisten de batir sus alas, piar, silbar, cantar o graznar al mismo tiempo que se proyectan a través del aire, livianos como hojas otoñales. ¿Dónde descansan y duermen?
Le observó con atención para detectar si había vuelto o no a su lado. Y transcurrido un momento, el amigo contestó como si nada hubiera pasado.
—Bien sabes dónde se refugian para recuperar el aliento y cómo se apretujan unos contra otros, calentándose mutuamente con el tibio pulso de sus cuerpecillos: por las noches ahí los tienes, balanceándose sobre las desnudas ramas del roble de la hondonada al que revisten con sus plumas, ahora que el árbol se ha desprendido de su copa veraniega.

Se puso de pie y sin mirar los pájaros que habían retomado sus ejercicios para el largo vuelo, comenzó a bajar la escalera. El enano, intrigado, le siguió sin preguntar.


Dorotea Fulde Benke
Blog de la autora

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