El abrazo de la vida
Aquel libro, definitivamente, me abrió los ojos. En él se hacía referencia a una costumbre milenaria de una tribu africana, de nombre impronunciable, en la que los enfermos sanaban de ciertas enfermedades transmitiéndoselas, mediante un prolongado abrazo, a los árboles. La cosa, a priori, no parecía nada fácil ya que el abrazo en cuestión iba precedido de un ritual animista que el libro no explicaba suficientemente, por lo que todo, ante mí, quedaba abierto al terreno inagotable de mi imaginación.
Lo que sí quedaba patente, o al menos así lo percibí yo, era la importancia de elegir bien al árbol sanador; si el enfermo se equivocaba de árbol no habría curación posible. Según el rito ancestral, los árboles absorben la enfermedad, liberando así al enfermo de su mal, y, como consecuencia de su solidaridad, al poco tiempo se acaban secando. Por el contrario, cuando el árbol no acepta la enfermedad el que sucumbe es el enfermo. Lo de elegir al árbol adecuado lo describen como un amor a primera vista, a veces fluye la química y se acierta, y otras veces no.
A todas luces, para una persona en sus cabales, esta leyenda tendría tanto de folclore como de magia, y adolecería de la mínima lógica que nos llevara a pensar en que algo así, tan ancestral, pudiera curarnos ni de un resfriado. Sin embargo, como les decía, para mí fue toda una revelación.
Evidentemente, una persona afectada por una enfermedad incurable, abocado sin remedio a la oscura humedad de una fosa, sería capaz hasta de hacer un pacto con el diablo con tal de alargar sus días de la manera que fuera.
Así que, sin decir nada a nadie para que no me tomaran por loco, agarré mi coche en la dirección que primero se me ocurrió, y no paré hasta que me tropecé con el primer bosque delante de mis narices.
El día estaba soleado y el cielo exhibía un color azul como de cuento de niños. En aquel paraje, aparte de unas cuantas urracas, y unos pocos y nerviosos arrendajos, poco más había. Miré hacia la masa forestal como haría un jugador apostando al todo o nada en la ruleta rusa de un casino de provincias. Delante de mí, entre cientos de ejemplares de roble, al lado de un pequeño riachuelo, lucía un único y hermoso sauce llorón. Su presencia me hizo pensar en que alguien, hacía bastante tiempo, habría decidido plantarlo ahí por alguna razón, ya que ese tipo de árboles no son autóctonos de la zona y, por tanto, no suelen nacer de manera espontánea.
Tanto el sauce como yo eramos dos intrusos en aquel relicto robledal. Esa enigmática coincidencia fue la que me llevó al convencimiento de que ese árbol era el único en el mundo capaz de sanarme.
Sin saber muy bien lo que debía de hacer, pero dejándome llevar por un instinto que afloraba incontrolable desde mi interior, me arrojé al suelo con los brazos en cruz frente a ese árbol y comencé a recitar oraciones que desde niño no había vuelto a recordar pero que, de manera sobrecogedora, se articulaban en mis labios, como si nunca las hubiera olvidado, como si permanecieran durante décadas aletargadas en mi interior, esperando el preciso momento para salvarme.
Tras un lapso de tiempo que no sabría calcular con precisión, un tanto aturdido, me levanté y me abracé con fuerza al tronco de aquel sauce. Mi cara rozaba la rugosidad de su tronco. Un olor, mezcla entre clorofila y humedad, inundó mis pulmones, lo que provocó que se abrieran de par en par. El grosor del tronco era tal que mis brazos no llegaban a abarcar la totalidad de aquella mágica circunferencia arbórea. No sé bien qué pasó. No sé si realmente yo estaba consciente o no. Tan sólo recuerdo sentir como, en un momento dado, mis venas convergían con sus xilemas y mi sangre pasaba al árbol y su savia recorría todo mi cuerpo. Aquella especie de diálisis mística me generaba un bienestar tan sólo similar al de un lactante mamando de los senos de su madre. La madre tierra, a través de aquel sauce llorón, me estaba rescatando, me estaba ofreciendo una segunda oportunidad. Eso recuerdo que sentí.
Desperté, varias horas después, a los pies de aquel sauce. Los papeles se habían cambiado y ahora el llorón era yo y el sauce parecía reír. Al menos, y no me pregunten cómo, yo lo sentía feliz.
Durante las semanas sucesivas, en las que yo no noté ningún cambio significativo en mi salud, pasé varias veces a ver cómo seguía el sauce. En realidad, deseaba verlo amarillear. Deseaba, de manera imperiosa, que comenzara a doblegarse, a rendirse. Añoraba ver como sus hojas caían, ver como la podredumbre comenzaba a destrozar su valiosa y apreciada madera. Deseaba atisbar alguna señal que me llevara a pensar que mi curación estaba en camino, pero no fue así.
De hecho, ya han pasado varios meses desde aquel suceso y tanto él como yo seguimos aquí. La verdad, no sé ustedes, pero yo no sé qué pensar.
José Fernández Belmonte