El desierto de Atalanta
La carretera estaba oscura. Circulaba con mi Harley. Una hilera de árboles marcaba el camino a seguir. Las sombras estaban llenas de luciérnagas. Era extraño. En mi cabeza no dejaba de sonar la canción de Aerosmith en Armageddon: «I Don’t Want to Miss a Thing». Cuando Bruce Willis se despide de la Tierra. Me veía reflejada en aquel adiós; en mi última noche. El cielo me lo decía. Mi cuerpo lo acompañaba. Mis manos soltaban el volante. Allí, en el desierto que había bautizado con el nombre de Atalanta (en honor a la heroína griega cazadora), me despediría de todos: sería fácil. Deseaba que mi chopper volara sola. Las manos en la nuca, los codos abiertos. Los pies laxos, en los pedales y el rostro húmedo por el aire; sin casco, mirando el haz negro de la carretera. Todo daba igual. Pasé mis últimos días en Diwaniya, Irak. Era conductora de ambulancias del hospital de campaña. Estaba ebria de cuerpos tullidos. No existían cortinas ni catres. Una amalgama de carne ensangrentada se mecía con la muerte en un vals perpetuo. La compañía al completo estaba herida o triturada por las bombas. Ya no soportaba aquella guerra donde la muerte había traspasado la línea de la vida ante mis ojos. Mi masa encefálica se había convertido en crisol de horrores diarios. Las pupilas estaban dilatadas de tanto peyote. Mi organismo convulsionaba: era feliz. Ya no veía sangre. Ya no veía cuerpos desmembrados. Era uno más: uno de tantos.
©Anna Genovés
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