Pues mira, recién cumplida la mayoría de edad como hijo huérfano, recibí la herencia completa de un pariente lejano que, por razones desconocidas, me quería mucho y tuvo a bien dejarme todo su patrimonio, y eso supuso levantarme una mañana con más dinero del que puedo llegar a gastar en diez vidas de derroche. Lo que se dice una fábula. Como los estudios nunca fueron lo mío y al no tener la necesidad de trabajar, analicé todo el tiempo de multimillonario precoz que tenía por delante y me propuse hacer algo típico con un objetivo en concreto. El acto, recorrer el mundo, el objetivo, descubrir qué hay de cierto en esa leyenda medio urbana que afirma que todos tenemos un doble. Que por ahí, sea donde sea, hay alguien tan idéntico a nosotros que podría ser confundido hasta con nosotros mismos.
Así que dejé que un abogado de confianza tomará el control de mi fortuna, y ni a él ni a nadie comenté nada de mi propósito, pues eso sería una ayuda para mí y restaría el carácter solitario del mismo. Dado mis rasgos faciales, digamos latinos con recortes árabes por así decirlo, descarté países como China, Japón, Tailandia…todos aquellos de ojos rasgados, además de los estados del norte, como los escandinavos, aunque claro, partí con el temor de que mi doble podría ser perfectamente un ciudadano de Pekín, Tokio, Malmöe o cualquier ciudad o aldea de aquellos lares. Con un mapa y un cuaderno hice una lista de países con sus ciudades, pueblos, villas…un trabajo para los chinos a los que no tenía pensado visitar y en el que iba tachando los visitados. No permanecí en cada sitio más de tres o cuatro días, pero me enfrasqué de tal manera en mi absurda y ociosa búsqueda, que pasé horas y horas caminando por multitud de calles, plazas, avenidas, observando a miles de personas, millones. Porque yo no contemplaba paisajes, ni monumentos, ni acudía a puntos de visita obligatoria con el interés del turista, yo sólo veía a las personas y cuando me cansaba de ver a italianos, egipcios, peruanos o de donde fueran, me marchaba.
Bordeando los siete años de exploración, me alejé de las grandes urbes, en las que mi cometido era poco más que desesperante, y entre autobuses que recorrían carreteras de la muerte, barcazas, coches todoterreno o aero taxis, pasé cientos de días visitando pueblos inhóspitos, poblados en mitad de inmensos desiertos o pequeños reductos de humanidad en viviendas prefabricadas. Podría decir que he puesto mis pies en cada metro cuadrado de decenas de países y, tras dieciocho años de viajes, como un Phileas Fogg sin apuesta que ganar y sin mayordomo que sirva para todo, con nada de cultura aprendida pero con una vasta experiencia ganada, en un viejo taller de mecánica en la ciudad de Quemú Quemú de La Pampa argentina, encontré a un hombre de blanquísimas canas que ayudaba a su hijo en un cambio de ruedas. Al hijo lo vi de casualidad, encendiéndome un pitillo. Me acerqué a ellos y saludé. El hijo, mi doble, mi sosia argentino, miró al padre y los dos rieron espetando un taco. Se llamaba Luis Agustín Bolillo y era meses mayor que yo. Bien por la curiosidad o por mi cachonda personalidad, el caso es que les caí bien tras contarle lo que había hecho, aunque la madre no dejó de mirarme con recelo, como si yo fuera un liante que en poco tiempo empezaría a mostrar mis ideas o mi genero, aunque para mirada la del abuelo, como si fuera un extraterrestre. Pasé toda la tarde en su casa, en aquella pequeña ciudad pampeana en la que encontré a mi doble, a mi otro yo físico, tan parecido, que podría estar aquí y no sabrías quién es quién. Y volví a España.
– No sé dónde leí el otro día que la vida no tiene demasiada importancia y, sin embargo, con ella se puede hacer algo sumamente atrevido. Tu historia me ha recordado esa frase.
– Buena frase, la anotaré.
– ¿Vas a decirme que ahora vas a dedicarte a anotar todas las frases del mundo? Después de dieciocho años sin vernos ¿vas a hacer eso?
– No.
– ¿Y qué vas a hacer ahora que lo has conocido todo? Podrías escribir un libro con esa historia.
– Me queda algo por conocer.
– ¿Qué?
– A ti.
A todos los dobles del mundo.
Agustín Serrano Serrano