El «roquisqui» de Ana María. Por José Fernández Belmonte

El «roquisqui» de Ana María

El «roquisqui» de Ana María

El día en el que Ana María se ganó su roquisqui yo estaba leyendo Cuando Kafka hacía furor, de un tal Anatole Broyard, que hasta ese momento no tenía el gusto de conocer. Mientras tanto, por las calles de Murcia los nazarenos repartían caramelos en honor a la tradición y a su generosidad, y en la olla rápida se cocían unas coles de Bruselas.

Emocionado con esa lectura gringa de la postguerra, paseaba a mí hija por el interior de la casa, en su carrito, hasta que mediante un cambio brusco en la entonación de su llanto ella me hizo comprender que ya era hora de conquistar espacios más abiertos. Dejé, por tanto, el librito, bajé el fuego de la olla, y me lancé al jardín con la idea de mostrarle a la pequeña el resultado de mi plantación anual de bellotas. Me sentía orgulloso de mi voluntarioso trabajo y quise compartir con ella la ilusión que sentimos los apasionados por la repoblación forestal.

El sol estaba espléndido. Las nubes se exhibían sutiles y algodonosas sobre un cielo azul celeste, como de dibujo de niño. Mi hija braceaba de la emoción, de manera espasmódica, sintiendo la conquista del espacio exterior, y sus grititos de alegría me hacían palpar la emoción de ser padre, por segunda vez, después de más de veinte años.

Pero, como de todas las situaciones idílicas, mi pequeña Ana María se cansó del jardín, como yo me cansé de poner carajillos, y, con un llanto más propio de un legionario que de una renacuaja de seis meses, me dirigí, raudo y veloz, hacia el interior de la casa, buscando, al menos, minimizar el escándalo público que estábamos ofreciendo al vecindario. La pequeña caja de resonancia que es el pecho de Ana María, aunque no lo parezca, es capaz de generar más decibelios que un viejo Aviocar al despegar en la Escuela Militar de Paracaidismo de Alcantarilla. Los mecánicos militares que mantienen en vuelo esas viejas naves deberían de ser condecorados con la Gran Cruz al Mérito Militar con distintivo rojo.

Como el llanto arreciaba, aceleré mi marcha. Sorteé zigzaguendo con el carrito varias bolas que iluminan mi jardín por las noches para que quede más chic, y me enfrenté, sin pensármelo dos veces, con el último escalón que me separaba de la casa. Y fue en ese momento de incertidumbre en el que incliné el carrito hacia mí, para levantar las ruedas traseras, cuando mi hija salió proyectada como una bebé bala, o como un paracaidista el día de su bautismo del aire, hacia adelante. En no más de una décima de segundo, en el que, aterrorizado, me di cuenta de que mi hija no llevaba su cinturón de seguridad bien encajado, la criatura me miró como para preguntarme que qué diablos era aquella maniobra tan expeditiva. Tan sólo me dio tiempo a interponer mi brazo entre su pequeño cuerpecito de muñeca y la dureza de aquel suelo de madera exterior, que este año aún se encontraba sin su cobertura de aceite de teka reglamentaria.

No podría asegurar con total precisión si el salto fue con voltereta completa o incluyó el famoso doble tirabuzón, lo que sí puedo asegurarles es que el llanto que soltó Ana María, tras dar con su cabeza en el suelo, hizo que temblaran las pestañas del mismísimo Cristo de Monteagudo, y eso que es de mármol, y yo me cagara encima.

Lo que cuento ahora a modo de anécdota, y en clave de humor, podría haber tenido un final menos feliz. Cualquier medida preventiva que adoptemos con nuestros hijos, por pequeña que sea, nos puede ahorrar serios disgustos.

Así fue como mi pequeña Ana María, el Viernes Santo pasado, imitando a Ícaro, consiguió su merecido roquisqui con tan sólo un pequeño arañazo en la barbilla.

Sirva esta crónica a modo de recordatorio.

José Fernández Belmonte

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4 comentarios:

  1. Rafael Borrás

    Es lógico que en veinte años se pierda algo de práctica en el manejo de críos. Ya no te acordabas de que los niños tienen el cuerpo de goma y la cabeza cartilaginosa.
    Bien contado, parece que te vemos angustiado, sin saber por dónde coger a la niña.
    Un abrazo.

    • José Fernández Belmonte

      Gracias por tu comentario, Rafael, en estos primeros meses, me ha pasado factura el exceso de confianza. Y, claro, ningún hijo tiene nada que ver con el anterior, desde bien bebés ya vienen con su propia personalidad. Un saludo.

  2. Estimado Belmonte, ni con mil ojos evitamos esos accidentes. Desde luego si los sustos fueran haciendo muescas, la paternidad-maternidad acabaría por dejarnos hechos unos verdaderos coladores humanos.

    Muchísimas felicidades por esa paternidad; espero que su pequeña Icaro vuele feliz de su abrazo y le inspire trillones de anécdotas que poder rematar con una sonrisa.

    Abrazo fortísimo. Gracías.

    • José Fernández Belmonte

      Gracias Amelia, la vida me ha vuelto a regalar algo maravilloso. ¡Otra hija! Y no hay mayor felicidad. Un abrazo.

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