El viento y el aire. Por María Dolores Almeyda


El viento sopla a rachas con fuerza de huracán y a ratos se detiene como tomando aliento para impulsarse de nuevo con vehemencia. Los árboles agitan sus ramajes más viejos y fuertes, y sus débiles tallos hace ya tiempo que se desprendieron chocando violentamente contra lo que encontraron a su paso. El viento se detiene pensativo como un peregrino cansado que a cada tramo toma aliento y retoma el camino con más fuerzas.

El viento, insolente como un viejo descarado, impertinente y soez me levanta las faldas, me agita el pelo, me enciende los colores en la cara. Pero este viento de ahora no es el descarado que se asoma y se esconde, burlando, persiguiendo, engañando a las niñas que bailan solas. Este tiene la furia de un ciclón devastador y profano, es como un dios al que no se le ve, pero del que se sienten sus daños, se sufren sus condenas, se padece su ira, su cólera y su miedo.

…El miedo. Qué curioso que dije el miedo. Es como si aceptara que el viento tiene con sus componentes un alto nivel de miedo oculto entre sus bravatas, del mismo modo que muestra su cara violenta y arrolladora. Ese tanto elevado que el viento guarda de su cobarde presencia, es el que le hace ir como un fugitivo entrando por las rendijas sin mostrarse abiertamente, con sigilo y provocando al mismo tiempo el miedo que se guarda temeroso para que nadie le descubra.

Cuando el viento es temeroso e irresoluto y avanza azorado con miedo a ser descubierto, produce el mismo efecto esotérico del frío indescifrable, como si la piel clandestina de un reptil se hubiese deslizado veloz y subrepticiamente por la sensible dermis originando esa desagradable sensación de escalofrío que nos recorre en vertical desde la zona occipital hasta las uñas de los pies.

El viento, el asesino… También el asesino cuando es huracán y está descontrolado. ¿Pero quién puede controlar al viento? ¿Quién puede manipular su furia, administrar su ira, conducir sus recursos, procesar sus devaneos lujuriosos? ¿Y quién puede pedir justicia al viento? ¿Responsabilidad por sus quebrantos? ¿Daños y perjuicios por los estragos causados, por las calamidades obtenidas por la iracundia de sus latigazos?

Cuando el viento amenaza no es un bravucón que se jacta, pendenciero; ni el humilde y dócil elemento que se muestra respetuoso de la orden recibida por las fuerzas oscuras que dirigen su conducta, que originan su maldad y lo convierten de suave y benigno aire puro, en altivo e insolente viento del demonio. Cuando el viento amenaza está rindiendo tributo a las potencias naturales que lo impulsan. A sus dioses, a los robustos y excelsos poderes que lo mantienen vivo a cambio de las víctimas inocentes que les presentan para ser inmoladas en el altar de las estúpidas ofrendas.

El gran chantajista jugando con ventaja, manipulando el aire con sus trapicheos indecentes, alterando los ritmos de la vida, permutando vidas y sueños por el cambio ventajoso de lo que quiera pedir en el canje. Y el viento habla con el aire.

–Me llevo el vendaval y te dejo dos víctimas…

–¿No puedes irte sin llevarte nada?

–Dos niños.

–Por dios, no. Un adulto… un viejo.

–Dos niños…

–Me llevo la ira, ya te lo he dicho… y dos vidas. Lo que señale mi dedo o no hay trato.

El viento, el asesino no entra en negociaciones. Asola lo que puede, lo que encuentra a su paso. Destruye, arruina, extingue, saquea y aniquila.

Después se va. Pero antes ha derribado la cornisa que daba sobre el patio, el muro entre dos bloques de viviendas que nadie reparó en ver cómo oscilaban, algunos árboles de la alameda cercanos al parque donde algunos niños jugaban confiados. Mañana, tal vez dentro de un rato, cabizbajos y vencidos, haremos el recuento y sabremos cuantas víctimas hemos pagado para que el viento por fin nos abandonara. En aquella ocasión fueron cuatro.

“Yo soy el aire…” se fue diciendo después con una carcajada.

En recuerdo de cuatro niños muertos mientras jugaban.

María Dolores Almeyda

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