«Sartre dijo que la libertad no vale nada a no ser que se haga uso de ella».
Richard Ford
En la teoría del caos doméstico, el comedero del gato está frente al televisor, el portátil (que amenaza con dejar de estar operativo en breve) sobre la encimera de la cocina y mis libros, con los que preparo el ascenso al Himalaya de la esclavitud, sobre el mármol del baño. Un par de zapatillas aparecen bajo la mesa del comedor y maldigo el lujo de poder esparcir las cosas sin orden ni concierto. Mantener el orden es una muestra de equilibrio, una medida de protección que he abandonado porque puedo.
El ordenador me avisa de que acabo de abrir una sesión desde no sé qué sistema operativo que al parecer no le gusta. Sobre la mesa el teléfono, vacío de programas perturbadores que me desquician a ratos sí y a ratos también, y las gafas sucias. Una revista vieja, un botellín de agua rellenado de té en polvo y una pinza para el pelo. Empiezo de cero, aunque el cero dejó de existir con la primera letra que pulsé intentando encontrar algo detrás de ella.
Buscas y busco. Y mientras, sin demasiado convencimiento, intento limpiar la desazón que me produce que las cosas no sean un poco más sencillas. Encuentro la carta que Grace debía enviar a John y que quedó enterrada bajo el peso de un montón de facturas impagadas. Una bandada de gansos se abre en una uve extraordinaria y el cielo, turbio como el día, parece abrirse como una baya seca.
Anita Noire