Mi amiga italiana me manda un breve whatsapp en el que me dice que ha releído un poema de Nicanor Parra que compartí en Facebook en diciembre de 2013. Le ha gustado, comparte (emplea la palabra “condivido”) lo que el poeta expresa allí con cuatro versos y me manda un abrazo. Paso un rato buscando esa publicación de hace casi siete años y la encuentro finalmente en otro perfil que creé antes de cambiar de teléfono. No me extraña que le guste. Ella, que no es mujer de militancias ni etiquetas, siente pasión por la naturaleza, tiene cuatro perros y tres gatos, un primoroso jardín que cuida con esmero (del cual me manda fotos como si me regalara flores) y un generoso corazón. El poema es éste:
“ El error consistió/ en creer que la tierra era nuestra/ cuando la verdad de las cosas/ es que nosotros somos la tierra”.
Le contesté con otro whatsapp diciéndole que me había gustado volver a disfrutar de aquella publicación que ya había olvidado por completo, como tantas otras que seguirán como dormidas o ausentes, existiendo de una manera tan imperceptible y subterránea como una antiquísima moneda enterrada. Un día, después de siete siglos alguien la descubre, y con ella una compleja historia de intereses, odios, ambiciones y amor. Una pequeña historia humana dentro de la ancha Historia de la humanidad. Y ambas se explican mutuamente.
Le sumo al anterior otro mensaje: Siempre que pienso en mi paso por este mundo, pienso también en todo lo que a lo largo de los años he venido escribiendo, quizás porque intuyo que en esos escritos puede descubrirse quién soy. Me angustia que lo que escribo, lo que soy, se pierda sin dejar huella. Confío en que no sea así del todo, que de pronto reaparezca un poema del que ya ni te acordabas, que aquello que amamos con fuerza, lo que se agita en lo más profundo de nuestra identidad, deje un signo, un dibujo, la señal de que algún día estuvimos aquí. Por eso me empeño en escribir algo de lo que siento y experimento cada día.
Ella, que tiene más los pies en el suelo que yo, apunta hacia mis hijos y no hacia lo que escribo o he escrito a la hora de considerar las posibilidades que tengo de dejar alguna huella en este mundo. Y así me dice que “el secreto de una vida se revelará ante tus ojos enriqueciendo tus momento de senilidad. Y te enorgullecerá”. Por un lado me desalienta un poco que no mencione esa esperanza mía de que alguien algún día pose sus ojos sobre lo que ahora escribo. Por otro lado me descubre algo que intuyo aunque no tenga de ello cabal conciencia: ¿qué sería mejor que mi vida se reflejara veraz, honesta y pura en la de mis propios hijos? Yo también siento a veces que mi padre y mi madre siguen viviendo en mi, no es una sensación permanente ni mucho menos, pero en ocasiones ocurre, cuando me adentro en el mar, cuando riego las plantas del patio… En cualquier caso mis hijos podrán saber cosas que no sospechaban de mí si alguna vez llegan a leer mis notas, apuntes, poemas, relatos, diarios. Por eso me resisto a dejar de escribir y trato de hacerlo si no todos los días, al menos con regularidad. Si me leen mis hijos, ya me daré por satisfecho, ya mi tarea habrá merecido la pena, aunque otra gente siga sin saber que existo o he existido.
Por ello te doy las gracias mi querida Anna, por hacerme mirar en la dirección correcta, la que de verdad importa, la que me lleva de vuelta a casa, con los hijos y la esposa y los lares que nos acompañan y protegen. Son ellos, somos todos por encima del yo que los budistas y Borges trascienden, enlazados y perpetuados unos en otros, los que conseguiremos evitar que nuestros momentos se pierdan como lágrimas en la lluvia, y no tendremos que agotarnos en una lucha sin cuartel para conseguirlo. Como en un sueño atravesaremos las puertas que conducen a un mundo en el que todas las huellas confluyen en un mismo signo, un signo benévolo que no habrá que interpretar: sobrarán las preguntas porque ninguna respuesta será necesaria. Y el tiempo nos acogerá como un padre y el espacio envolverá suavemente nuestros desnudos pies.
Máximo González Granados