Pese a dar la impresión de que estaba algo oxidada, la argolla entre matojos no se resistió. León Valderas tiró de ella y la puerta en el suelo, pese a una pequeña resistencia, giró en sus goznes dejando a la vista una escalera de piedra gracias a un rayo de luz que, al esquivo de la arboleda, se abría ante sus ojos.
León Valderas se fijó en tan sorprendente aparición. En la pared de la Iglesia aledaña, las huellas ojivales de un desaparecido claustro dejaban su rúbrica en el recoleto patio interior de un solar que hasta hace unos años era de utilidad para otros fines. Bien diferentes a los que antaño estaba destinado un desaparecido convento por ansias desamortizadoras hasta su total derribo. Patio tapiado en el que entre escombros cohabitaban un par de magnolios sobre trazos de obras, cuyo significado, León Valderas, trataba de adivinar.
La presencia de la argolla no dejaba lugar para la duda, pero de lo que en su hondo pudiera encontrar, era todo un mar de ilusiones imposible de eludir.
León Valderas no lo dudó ni un solo instante. Y sin calibrar su altura al techo para su seguridad, se lanzó escalones abajo. Aquel día estaba solo. Necesitaba descubrir lo que allí se escondía, fuera lo que fuese. Nada tenía que perder. Era su ocasión y tenía que aprovecharla. Que calvas las pintan.
Sus primeros seis escalones aún aguantaban una tenue luz que lentamente desaparecía. Hasta que en un giro de noventa grados a la derecha y para sorpresa de León Valderas, el desnivel se transformó en un pequeño pasillo que encaminaba hacia un haz de brillos dorados que venían de una pequeña y extraña estancia a escasa media docena de metros.
Firme y decidido, León Valderas avanzó para terminar en un pequeño y cerrado habitáculo tan rico en su luminosidad como maloliente. Pero era tal su resplandor, que sus fosas nasales incumplían su misión en beneficio de sus ojos, que abiertos como soles, alucinaban ante lo que terminaban de descubrir.
Sobre un piedra en el centro y encima de un pedestal de plata, un cofre de oro y brillantes, incrustado de piedras preciosas por todo su contorno, irradiaba tal cantidad de destellos, que, lejos de sorprenderle, relajó su cuerpo. Y como si se encontrase ante la inmensidad del mar, León Valderas aspiró agradecido con todas sus fuerzas hasta llenar los pulmones de su anhelada esperanza. Una esperanza que más bien parecía ser impropia de tan pestilente lugar.
Julio Cob Tortajada
Colaborador de esta Web en la sección «Mi Bloc de notas»
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