Ya antes de incorporarse a su empleo, Nuria suponía que la iban a discriminar, y no se equivocó. A pesar de ser bibliotecaria titulada, la destinaron al sótano de los libros dados de baja por diversas razones.
Aun así, el trabajo en ese departamento subterráneo no la disgustaba: la algarabía de los libros de las plantas superiores llegaba amortiguada por los gruesos muros, y los ejemplares retirados del catálogo ya no armaban tanto jaleo. Pronto hizo amistad con novelas maltratadas por los equipos electrónicos de lectura; escuchaba pacientemente a enciclopedias que no habían sido consultadas en más de cincuenta años y que soltaban su información desfasada en monólogos susurrados porque les quedaba poca voz; e igual procedía con los libros de texto jubilados por acontecimientos económicos y políticos, pero que no se conformaban con cerrar sus tapas y callar.
En la hora del descanso, se solía reunir con Carolina, que igual que ella había conseguido su puesto a través de la cuota obligatoria para personas multicapacitadas, cada vez más numerosas a partir del año quinientos después del Desastre: Nuria tenía sentido de oído y Carolina podía ver.
Dorotea Fulde Benke
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