La historia de Lola B
Ayer, 24 de mayo, en Librería Lé (Castellana 154, Madrid), me pedisteis todos de manera unánime el texto que leí para presentar a Lola B., la protagonista de El pulso de la desmesura. Lo prometido es deuda, y obras son amores… Así que ahí va. Gracias por vuestra compañía. A Lola no le gusta la soledad.
Hubiera sido ésta fácilmente una historia de regreso y venganza, como esa que narra magistralmente Kate Winslet en La modista. Pero será, sin embargo, una nota de agradecimiento.
Cuando se acaba de publicar ese libro titulado ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?, de Katherine Marçal (Ed. Debate, Trad. Elda García-Posada), o el artículo «Las chachas del boom latinoamericano», de Noemí López Trujillo, escribe esto precisamente la que hacía la cena durante los años que ejerció de criada y de niñera: escribió la historia de Lola, porque no podía hacer otra cosa.
Por eso quiero dar las gracias a Doris Lessing –a quien tanto admiro– y a Emilia Pardo Bazán –como quien me hubiera gustado ser– por contarme años después en pluma ajena cómo habían abandonado a sus hijos para ser escritoras. Yo, que conocía la experiencia de la orfandad y lo que conlleva, no era quién para dejar huérfanos a mis hijos antes de que llegara el momento… Les he dado, a cambio, una vida sin domingos, y les pido perdón por ello: ahora puedo ofrecerles la razón por la que tal vez valió la pena, y una lección de entrega y de esfuerzo.
Gracias a mi amiga Mónica, que se iba de casa una tarde en medio del fárrago cotidiano de cenas y baños y, tras contarle yo la idea perfecta que llevaba semanas cociendo, me dijo: «Ahora los acuestas y te pones a escribir». Le hice caso, y aquí está el resultado. Por eso se lo agradezco tanto.
A mi amiga Margarita, que en una ocasión me dijo: «Eres increíble: echarías abajo la muralla china si te lo propusieras, la volverías a construir si hiciera falta». Me lo dijo en una ocasión en que, precisamente, no estaba yo para obras públicas. Por eso se lo agradezco tanto.
A mi marido, que me dijo que dejara de quejarme porque no conseguía publicar mi primera novela y a continuación: «Escribe otra». Y he de confesar que nunca se lo agradecí: pensé que lo decía para taparme la boca.
Gracias también a Fórcola Ediciones, que ya será para siempre –utilizo la expresión italiana porque me gusta más– mi casa editrice. Me gusta lo de casa… Y a Javier, su director, que confió en mí desde el primer momento y que siempre me ha dado ánimos en las horas bajas, como un editor antiguo.
Pero esto, claro está, es cosa de los últimos tiempos… No sé quién dijo «dame una infancia desdichada y te daré un escritor…» No es mi caso: no fui infeliz, ni –creo– hice infeliz a nadie… Pero, como me decía mi abuela cada vez que le decía yo lo que quería ser de mayor (invariablemente actriz, cantante o presentadora de televisión…), su respuesta era: «Ay, hija, eso del arte… hay que mamarlo».
No hay quien detenga a una niña que quiere ser artista.
Gracias a mi madre, que me llamaba Anduriña, como la canción de Juan y Junior, o Antoñita la Fantástica, según el día, y que yo creo que en el fondo no pensaba que yo iba a llegar hasta aquí. A mi padre, que tuvo la desfachatez de variar mi carta a los reyes magos en tercero de EGB y cambió la bici por una máquina de escribir… por si al final no era escritora, para que me pudiera ganar la vida como secretaria, dijo. ¡Qué empeño el suyo! Yo seguí montando en aquella bici de marca La Veloz, rojo metalizado, fabricada en Eibar, que siempre estaba sin frenos y era mucho más grande que yo…
No se puede parar a una niña que quiere montar en bicicleta.
A mi hermano Tone, al que hace tanto que no veo, y que no era mi hermano en realidad. Fue el único que, de niña, me dijo: «Tú tienes que ser escritora». Me regaló mi primer libro y me dio a leer las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides cuando yo tenía sólo doce años. Y a mi abuelo, que decía que yo tenía unos cojones como el caballo de Espartero y que el que la sigue la mata.
A mi abuela también he de recordarla al hilo de esto: cómo se enfadaba cuando mi hermana y yo hablábamos en inglés… Decía que no era inglés, que nos lo inventábamos para hacerla rabiar… Estaba en lo cierto. A cambio, me dejó un extenso vocabulario del castellano viejo que utilizo mucho y estoy transmitiendo a las nuevas generaciones. Qué buenos ratos pasamos. Me daba mucho la brasa, además, mi abuela, con aquella letanía del tanto-leer-tanto-leer-te-vas-a-volver-tonta… una versión local del famoso Men don’t make passes at girls who wear glasses de Dorothy Parker: en román paladino, los hombres no tiran los tejos a las empollonas.
No siempre llevan razón las abuelas.
Y después de todo esto, llega Lola, como queriendo decir al mundo aquí estoy yo: me ha escrito una mujer que imaginó porque no podía hacer, que creó porque no podía producir. Que tuvo que conformarse con viajar con la mente e inventar una vida. Gracias también a mi doctora Medina, del ambulatorio, que un día me dijo que lo que me pasaba no se curaba con paracetamol y me preguntó, de pronto: «¿Te das cuenta de lo que has conseguido tú sola?»
Grandes expectativas tenía yo en Lola entonces, antes de que todo fuera autopublicado en Internet, y todas las fui perdiendo. Creí que a Lola ya, como a su autora, se le había pasado el arroz… No sé qué pasará ahora, pero aquí estamos, porque hasta aquí hemos llegado.
No se puede callar a una mujer que tiene algo que decir.
(Fotografías: Javier Jiménez, en Librería Lé)
Amelia Pérez de Villar
Felicidades Amelia. A veces, las cosas salen bien y los sueños se hacen realidad.
Enhorabuena por esta novela. Deseando saber de Lola B.
Muchos besos.
Un nacimiento siempre es motivo de inmensa alegría, sobre todo si la «criatura» se ha gestado entre las bambalinas de la vida, mientras pensamos que el «escenario» ya es cosa de otros. Un abrazo, Amelia.
Enhorabuena por ese libro y muchos éxitos. Un abrazo.