Y era azul el cielo, claras
las aguas, y se pudrían
en las zanjas removidas
los muertos de mil en mil
Jaime Gil de Biedma
Cómo cada sábado acudíamos con flores al Barranco. Estábamos todos: Pepe y Juana, Segismundo y Flora y nosotras. Llevábamos flores a nuestros muertos: Jacinto, veinte años, dos hijos, arrastrado de la cama una noche oscura; Luis, veinticinco, cinco sobrinos, sacado a empentones la misma noche y a mi abuelo, sustraído un día más tarde de la cocina familiar. Bajo un cielo azul y el calor de agosto, veo a mi abuelo bajo las luces tenues de la cocina; el abrazo, que tras coger el gabán y retorcer la gorra antes de ponérsela, le dio a mi abuela. Los besos apagados que entregó a cada uno de sus cinco hijos justo antes de bajar la escalera escoltado por dos guardia civiles, uno de ellos amigo de partida que llevaba el pesar en los ojos y en el alma. Veo las lágrimas de abuela fundida en abrazo eterno con sus hijos. Un mañana iré a verte que salió de sus labios fruncidos por el dolor, cuando ya Melchor, mi abuelo, ganaba la calle. Lo imagino luego, sentado en el suelo de la celda, esperando lo inevitable. Con siete compañeros más: siete vidas truncadas en la juventud. Sólo tres familias asisten los sábados, con flores, a verlos. El resto prefiere olvidar.
Pero éste es un día especial, mientras los grajos cantan, un grupo de desenterradores, los saca uno a uno. Los meten en bolsas. No les hemos dado un beso de saliva para saber cuál es el nuestro. Descansarán en paz, todos juntos, como hasta ahora, bajo un monolito de mármol que reza: Nunca os olvidamos.
Brisne
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