Hace de ello unos cincuenta dias. En mis manos un sencillo boniato. Esa raíz tuberculosa que horneándola primero a conveniencia, amasando después su fécula azucarada, y envuelta por una pasta de harina enriquecida con otros ingredientes, y que otra vez al calor del horno, en pocos minutos se convertirá en un goloso “pastel de boniato”.
Pero no me detengo en él y vuelvo a cuando aún en mis manos percibo en su piel restos de tierra en la que se ha nutrido adquiriendo volumen y que tras su recolección ha llegado a mis manos para un fin determinado.
Cuatro sencillos mondadientes hincados en su carne que servirán para fijarlo en un pequeño y cónico jarrón cubierto de agua hasta casi sus bordes. Y tiempo al tiempo.
Pasan los días y nada sucede. Unas semanas e igualmente. Hasta que un día y a través del cristal unas blancas raíces brotan hacia el fondo buscando extenderse. Y otras tras ellas.
A los pocos días, en la copa del boniato aparecen unos tallos enhiestos que van multiplicándose, enramándose y buscando un lugar en el que fijarse para que en muy pocos dias adornar cualquiera de los rincones del hogar, al que le da un toque de belleza, de vida por apenas unos céntimos de euro.
¿Fuente de vida? Por supuesto; pero más bien es lo propio de lo sencillo y natural que en tantas en ocasiones procuramos cuando huimos de lo caro, de lo inútil, de lo superficial, de lo que termina aburriéndonos y nos conduce al desdén.
¿El furor de la primavera? Ahí está ella, fiel a si misma, embelleciendo un ambiente que lucha con desespero por salir de un desconcierto urdido en las fauces de un invierno, avivado con un fuelle e impulsado por todos.
Julio Cob Tortajada
Colaborador de esta Web en la sección «Mi Bloc de notas»
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