La ventana. Por Soledad

Miraba por la ventana de la cocina el cielo denso de hoy, tórrido, los edificios proletarios de aquí enfrente, la torre emblema de la ciudad a lo lejos, mi tazón de café con leche en las manos, calentándomelas esta tarde de manera innecesaria y molesta: mantengo en días de bochorno los vicios invernales de persona de manos frías.

Me fijé en la maceta de calas. Las sembré en diciembre utilizando unas pequeñas plantitas del huerto de un amigo; han crecido y se han multiplicado en la medida que les permite su reducido espacio vital, y prácticamente han llenado la pequeña jardinera de siempre, donde las puse. Es mi jardinera favorita, contuvo los jazmines llamados del príncipe durante muchos años, jazmines rosados y sin olor, hasta que los tuve que arrancar del todo el pasado verano, a mi vuelta de vacaciones, porque se habían secado por completo por falta de riego.
Miraba, digo, las calas ya arrugadas y marrones por los bordes, extrañando sus hojas exuberantes del principio de la primavera. Entonces un pájaro pequeño de plumas grises cayó al lado del tiesto, en el pretil de la ventana. He cerrado la hoja de cristal temblando y procurando que no se oyera el grito que me salió del alma. Los pájaros que caen muertos me producen angustia.

Habrá que limpiar esto algun día. Entretanto, mi maceta de calas tiene un nuevo handicap ¿cuándo me atreveré a abrir de nuevo esa ventana para regarla?

Me traslado a la terraza para ver la puesta de sol ya cercana, la luz es tan aguda que me tengo que poner gafas oscuras; pienso que el vuelo de golondrinas vivas delante del balcón me hará olvidar al pequeño pájaro gris muerto que tengo en la cocina. He acercado una butaca a la baranda y me siento algo más reconcialada con el día de hoy, tan arisco. El baile de
las golondrinas es desquiciado: chillando como locas, revolotean en círculos oscuros y vertiginosos a pocos palmos de mi cara y de mi inestable taza caliente. A veces algunas enfilan disparadas en mi dirección, y justo antes de llegar hacen un viraje para desviarse varios metros hacia arriba.

Yo las miro absorta, esas figuras tan nítidamente recortadas sobre los rosas y naranjas del fondo, y se me ocurre pensar que una de ellas, en su despiste y su atolondramiento, podría colisionar conmigo allí: imagino la escena de mi cadáver en el suelo de la terraza, con una golondrina clavada en el corazón y rodeada de trocitos de loza azul. Debe ser una muerte poco usual.

Se hace tarde. Mejor entro y empiezo a preparar la cena.

Soledad

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