Siempre tendremos la piel cuarteada, nosotros, los hijos del cierzo. Cuando uno nace en esta tierra seca y dura, sólo puede añorar el mar.
Somos gente seria, capaz de soportar el frío seco de los llanos. Gente dispuesta a resistir el viento en los desiertos y en las montañas, atada a los ríos de por vida. Gente con ojos azules de cielo, pardos de tierra, negros de carbón, verdeoscuros de bosque. Cuando no queda más remedio, nos vamos. Pero volvemos, siempre. Aunque seamos pocos, aguantaremos aquí hasta que llueva. Que lloverá.
Igual que llovió entonces. Primero el granizo, en seco, arrasando los campos. Después el agua, tanta, tan fuerte, que borró caminos y llenó barranqueras. En la noche, los ríos crecidos lo anegaron todo. Luego, el cierzo: un día, y otro, y otro. Y al final, como siempre, el sol, abrasando los restos.
Porque siempre es así, y por eso somos como somos. Esperamos a que llueva, a que caiga una gran tormenta. La tormenta. Entonces nos ponemos en marcha. Es por el olor, el olor del agua, de la tierra mojada, del aire electrizado. Eso es lo que nos hace mover, partir en busca de otras tierras verdes y húmedas, tiernas como niños, fértiles como mujeres jóvenes.
Es eso, algo que nos entra por el olfato y nos hace levantar la cabeza, otear el horizonte buscando el primer relámpago, levantarnos y caminar hacia ella. Contra el aire, como lobos en busca de una presa. Empapándonos, primero con su olor, y luego, literalmente, dejando que el agua fresca nos chorree desde el pelo y nos abra los poros de la piel como a la tierra resquebrajada y yerma. Y entonces, sentirnos ligeros como nubes y, agarrados al viento, volar, alto y lejos, volar… quizá hasta el mar.
Sí, a veces llegamos hasta el mar y observamos; se nos pasan las horas contemplando, escuchando. Las olas lamen la arena, una tras otra, y murmuran: «Vuelve… vuelve… vuelve…» No callan hasta que les damos la espalda, alejándonos.
Y emprendemos el camino de regreso, otra vez, con los ojos espejados de espuma. Hasta encontrar el primer campanario, la primera sargantana, y saber que estamos ya en casa. Con suficiente verdeazul para aguantar hasta que llegue la próxima. Así que, por favor, déjense de monsergas: sabemos a qué huelen las tormentas.
Dies Irae