RSiempre que no estuviera enamorada, y la vida le concedió largos descansos de ese estado emocional, ella lo entendía todo: desde el idioma materno suyo, pasando por lenguas que había aprendido a lo largo de los años, e incluso –por mera intuición– el lenguaje japonés de gestos, los silbidos de pastores canarios, los chasquidos de bosquimanos…
Aquella tarde fatídica, sin embargo, iba a salir cuando llamó a su puerta una visitadora comercial con la intención de ofrecerle una enciclopedia multilingüe. Introduciendo un minúsculo pie en el umbral, la vendedora le soltó a quemarropa una repetitiva vorágine verbal que había memorizado en dos seminarios crueles de perfeccionamiento. La lingüista, que tenía prisa por ir a reunirse con una persona muy especial, respondió con ironía y burla y de paso señaló un error de imprenta en la página tropecientos del tocho de papel cuché. Acto seguido, se dio media vuelta y cogió sus llaves para dar a entender que la entrevista había terminado. Cuando sus ojos se encontraron en el espejo del recibidor con la mirada opaca de la joven que al percibir en este piso el olor a libro leído se había hecho justificadas ilusiones de una venta importante, sus sentimientos centrados en su cita le impidieron interpretar el alcance del odio y la decepción de la chica. Tampoco tuvo agilidad suficiente para esquivar el obús de kilo y medio que le partió una vértebra imprescindible. Se derrumbó sin más, sin gritar siquiera, y al despedirse sus ojos de las lecturas de este mundo, un amago de sonrisa relajó sus facciones: el tomo que se había convertido en arma letal incluía la ‘L’ de Lengua, Letra y Lingüística. Lástima.
Dorotea Fulde Benke
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