Ovejas depredadoras
No sabría decir cuando tuve el sueño por primera vez, pero es seguro que me asalta desde hace años, diez o veinte o incluso treinta, imposible saberlo con certeza. Sería más propio hablar de una pesadilla que de un sueño. Me veo deambulando por los intrincados pasillos de un laberinto inagotable. Camino sumido en una insoportable angustia, sin esperanza de encontrar la salida ni vislumbrar una mínima rendija de esperanza. La atmósfera que reina en el interior del laberinto es densa, opresiva, tibia y pegajosa y malsana como los efluvios de una marisma maldita y condenada. Pero no estoy solo, junto a mi caminan miles de seres humanos que parecen felices, despreocupados, contentos en la terrible conformidad de no encontrar jamás el mundo exterior, la luz, la superficie, ese otro laberinto gozoso que conforman los mares y los bosques y sus criaturas. Ríen y parlotean y me reprochan que ande obsesionado con mi búsqueda. A veces se vuelven agresivos cuando rechazo sus propuestas y me reafirmo en mis intenciones de ascender a otro mundo. La parte peor del sueño es cuando me encuentro solo avanzando por estrechos callejones en espiral que desembocan en una cámara circular. Me siento en el suelo, sabiendo que es lo que debo hacer, lo que ya hice otras veces; y entonces se enciende frente a mi un cartel
luminoso en el que puede leerse: «Infierno de las ovejas depredadoras: si te unes a ellas mueres, si intentas dejarlas también mueres».
Máximo González Granados