Los hijos tienen que cometer sus propios errores.
Y no es fácil echarse a un lado y dejarles paso franco, pero es necesario hacerlo para que crezcan. Se estrellarán muchas veces antes de que consigan volar solos, y asistiremos, impotentes, a su sufrimiento. Pero la naturaleza es sabia: de jóvenes somos fuertes porque es cuando encajaremos los primeros golpes, esos de los que no nos puede proteger ni la madre más abnegada.
La vida es una guerra (los anuncios de la tele mienten). Cuando acaba una batalla, comienza otra; muchas veces hay demasiados frentes abiertos, y sólo quién esté acostumbrado a la lucha y la estrategia, sobrevivirá.
Un buen día, los hijos –esos que hasta hace dos días no se despegaban de ti- empiezan su propia guerra. Habrá llegado entonces la hora de comprobar si los soldados están preparados para la batalla y, aunque desearás protegerlos bajo tu ala, harás acopio de amor cicatrizante para cuando vuelvan, revisarás que en el petate no falte nada de lo que les has enseñado, y los dejarás marchar.
Marisol Oviaño
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